Al centro de la opinión, Jacobo póstumo

agosto 14, 2015 Santoñito Anacoreta 0 Comments

"La libertad es poder decir no, punto".
Jacobo Zabludovsky
(tomado de una entrevista que le hicieran
Katia DÁrtigues y Sabina Berman)
TRAS LA MUERTE DE JACOBO ZABLUDOVSKY ocurrida el 2 de julio de 2015, una tarea titánica se cierne sobre sus herederos. Pero no me refiero tanto o únicamente a sus descendientes, además y en general a quienes hubimos recibido directa o indirectamente el legado de su obra, sus conocimientos y sabiduría.

De manera primordial, sobre los hombros de Abraham, su hijo y también periodista, seguro recaerá la enorme responsabilidad de dar curso, salida y orientación al magnífico acervo bibliográfico y hemerográfico con que contaba el periodista mexicano-judío o judío-mexicano, como se prefiera.

Una colección de conocimientos

Imagino, supongo la riqueza informativa y formativa contenida en los alrededor de 20 mil volúmenes de que constaba su biblioteca. De igual manera, el trabajo de revisión llevará seguramente a descubrir o redescubrir en sus archivos información relevante con la que hizo acopio y síntesis de los acontecimientos decisivos en la historia del mundo y no se diga México.

Estando yo en la labor de organizar mi personal acervo y archivo de apenas y quizá un 98 por ciento más modesta que el de Jacobo, solo puedo pensar comparativamente el compromiso y la dificultad que requerirá compendiar las colaboraciones principales escritas, en audio y video del eximio periodista a lo largo de 70 años de ejercicio de la profesión. Sus artículos en los semanarios Redondel, Siempre, Noche (si por ahí, en algún acervo ajeno se hallare algunos ejemplares); en los diarios El Nacional, Ovaciones y sus más recientes colaboraciones publicadas en su columna “Bucareli” dentro de las páginas del diario El Universal, y un largo etcétera conformado por entrevistas, reportajes, crónicas mediante los cuales retrató y registró los hecho y a las personalidades del mundo y de la Historia contemporánea desde la mitad del siglo XX.

Sospecho que su colección o por lo menos parte de ella terminará donada a su alma máter, la Universidad Autónoma de México. Tal vez una porción de su archivo derive al Archivo General de la Nación, que los materiales videograbados y radiofónicos del archivo de Televisa los donará esta a alguno de los anteriores o a otro fondo. Sería lo más lógico, natural y conveniente, tanto para empezar ya la labor de recopilación de sus materiales más significativos, tarea por cierto nada sencilla al momento de definir los criterios de selección y difusión.

Junto con lo anterior bien valdría la pena conformar dentro de las colecciones del Fondo de Cultura Económica, la UNAM y quizá con intervención de los diarios y revistas donde escribió una edición especial que aglomere su obra escrita, republicar sus pocos libros y sobre todo dar salida a sus memorias, las que, como él mismo destacó en una entrevista para Televisión Azteca, con cierta modestia rayando en el auto desdén, no le preocupaban: “El borrador está terminado, pero necesito ponerme a revisar algunos capítulos que están desaliñados”, dijo palabras más o menos —escribo de memoria.

Para quien, junto con Abraham abrace la oportunidad de la empresa será ciertamente una determinante experiencia y responsabilidad. Y es que Jacobo, conocido de modo más amplio por su labor periodística en los medios electrónicos, sobre todo Televisión, era un magnífico escritor, un cuidadoso y puntual narrador dedicado a la observación profunda de lo que esconden los hechos y los personajes de la noticia. Su estilo preciso y metódico, en contraste con su modo gestual acartonado no obstante transparente, siempre reveló al hombre simpático, ocurrente, preparado, amante de la buena vida, dispuesto al asombro, mesurado, con una disciplina a carta cabal. Semejante poder de observación fue lo que llevó al periodista a ser casi siempre el primero, a veces obteniendo la exclusividad de una nota o entrevista; a veces sin tener la exclusiva pero abriendo derroteros distintos y variados para el enfoque de un acontecimiento, para arrancar la declaración sui generis del entrevistado y “sacarle la sopa” sin mediar sospecha. Pero también, a veces, sacrificando la nota para no traicionar la confianza de un amigo, aun a sabiendas que el sacrificio redundaría en un descrédito frente a la opinión pública.

Estar cerca es la diferencia

Decía Jacobo, recordando una declaración que hiciera para cierto entrevistador su admirado Robert Capa, el fotógrafo que capturara la imagen del miliciano español en el instante de ser alcanzado por una bala en la cabeza durante la guerra civil española: “El buen periodista es el que está cerca”. Jacobo procuró y tuvo “suerte” —esa que empieza a repartirse a las cinco de la mañana— de estar cerca de los contactos justos que a la vez le permitían estar pertinentemente próximo a personalidades, lugares y momentos que él, con su afinado olfato comprendía serían decisivos respecto de algún giro de la historia.

Los ojos gachos de Jacobo lucían una mirada franca, inquisitiva, penetrante, alegremente melancólica que combinaba con el negro de su corbata, color que eligió —contó a la actriz Verónica Castro— por práctico, cómodo, versátil y por implicar un constante recordatorio de lo efímeros que somos los seres humanos. Como un homenaje perenne a los amigos idos antes que él y a los hombres en general víctimas de sus propias, personales y colectivas pasiones. Elegido por todo eso y no nada más como un vulgar y conveniente recurso crítico como supuso en su momento el presidente Gustavo Díaz Ordaz tras la matanza del 2 de octubre de 1968. Elegido con anterioridad incluso a la vergüenza social y por razones tan elementales como íntimas.

Luto constante que suponía empero la elegancia de afrontar la vida con el dolor y la alegría y el desenfado que la componen. Síntesis simbólica de las injusticias cometidas por los hombres y sus regímenes, la corbata negra en Jacobo era más que un distintivo o un sello personal; era una postura existencial, callada pero presente siempre y, para algunos, ominosa; y tanto que concentraba, absorbía la polémica de los reclamos, tergiversaciones y supuestos acerca de la ideología de un hombre hecho, para bien o mal, en consonancia y a la medida de las circunstancias de su tiempo.

“Hoy todos son licenciados”

Jacobo era un informador más que un comunicador. Editorializaba poco, muy poco, pero cuando se atrevía a hacerlo, cuando tenía la necesidad de hacerlo tenía el lápiz suficientemente afilado como para hacer valer aquello de que la pluma es más poderosa que la espada. Su sutil habilidad para la selección de las palabras podía corroer imperceptiblemente las tendencias y pretensiones más aviesas, y ello lo llevó a ser, por décadas, el periodista más influyente mejor que destacado, el centro de la opinión: “lo dijo Jacobo”, “se lo dijo a Jacobo”, y esto tanto entre los círculos del poder establecido, ya económicos o políticos o sociales, como en la mar de la opinión pública la misma que ayudó a construir tanto en su favor como en su contra.

Se han hecho pocos trabajos académicos alrededor de esto último —pienso por ejemplo en la tesis doctoral La cobertura del caso Colosio a través de “24 horas”: su impacto en la opinión pública. Estudio de caso por María Paola Flores Roa de la Universidad Iberoamericana— y, de los existentes la mayoría presentan una velada inclinación más que crítica recalcitrante, prejuiciada, que muestra cómo ha permeado en las noveles generaciones una especie de odio gratuito y heredado hacia una persona y un medio de comunicación —cuya hegemonía y preminencia no discuto— a quienes se identificó como la voz y la cara de un régimen, el priyista, y una oligarquía como la encabezada por Emilio Azcárraga Milmo y Carlos Slim.

Como en una novela de Salgari, a los críticos de Jacobo les ha resultado más redituable y prolífico golpear al mensajero en la creencia de que así se asesta el repudio a un sistema político, un gobierno y unas instituciones mediáticas tras las que se sospecha la intervención continua y perversa de una camarilla de abusivos.

Pero no se lea el anterior parágrafo como una apología del periodista —en lo particular y en lo general—, porque a fin de cuentas es la obra misma, el ejercicio de la profesión en el límite de las posibilidades —es decir la potencialidad— a que obliga la circunstancia lo que debe o debería guiar la comprensión de lo que define a un hombre cualquiera con todas sus debilidades y fortalezas.

Lucidez en el coso

La afición —hoy moral y políticamente “incorrecta”, para algunos— de Jacobo a la tauromaquia encerraba asimismo su filosofía de vida como una breve descripción hecha a su hijo Abraham en una entrevista televisada. Para Jacobo, ese momento cuando el hombre confronta a la bestia y en la lucha es el momento de la verdad y, pese al miedo y el horror, transforma el hecho de la posibilidad de la muerte en un instante plástico de belleza que lleva al actor y a quien contempla a admirar con espontánea y profunda conciencia de lo efímero que es el existir y, por ende, aquilatar el grado de gozo que implica saberse vivo.

Por supuesto que mi interpretación quizá la enmendarían Jacobo y su Peña Taurina de amigos ―los que queden― porque al cabo no son tanto sus opiniones exactas como además el aderezo de mi persona parecer en tanto villamelón y a toro pasado.

En fin, es mucho lo que resta por escribirse desde y alrededor de Jacobo. Este es apenas un primer esbozo de m parte y con el cual declaro mi afán por poner en su justo sitio a quien debo admiración y respeto, así como íntimamente he venido haciendo empero mi reprobable lentitud con mis padres, la historia de mi familia y otros proyectos literarios encajonados.

A través de unos ojos gachos

Crecí mirando el mundo y México a través de los ojos y las palabras de Jacobo, si bien no de manera exclusiva. Dudo no obstante que mi apreciación de los hechos, las cosas y personajes esté tan distorsionado como muchos podrían suponer luego de esta confesión. ¿Dónde dejaría a mi personal criterio y mi formación?

Jacobo no fue perfecto. ¿Quién lo es? Pero desde el momento que fue, es y seguirá siendo un referente del periodismo mexicano y mundial, en especial el televisivo bien me atrevo a afirmar lo necesario de la revisión de su obra, por lo demás bastante congruente como se entresaca de sus variadas entrevistas dadas a jóvenes y viejos colegas. Estoy cierto que no solo consta esa obra de frases y consejos aislados para la formación intelectual y profesional de los jóvenes periodistas, como lo fueron para muchos ―yo incluido― en vida suya y hasta de manera vicaria mediante su quehacer cotidiano y profesional.

Tras la figura hay el ejemplo de cómo la práctica construye paso a paso la teoría que a su vez, mediante el análisis metódico sienta las bases y el rumbo de los novedosos y variados derroteros de la práctica posterior. Y esto lo notamos en las consideraciones de Jacobo vertida en tres entrevistas con Sabina Berman y Katia de Artigues acerca de la evolución del periodismo de la mano de las tecnologías de la comunicación, así como sus puntos de vista sobre la relación existente y cambiante entre medios, periodistas, poder político y democracia en declaraciones como las comentadas además de con las anteriores con Carmen Aristegui. Menciono, sí, los ejemplos que me parecen más notables de las veces que fue cuestionado al respecto, sin desmedro de otras.

El periodismo evoluciona junto con la sociedad y sus productos culturales. Comprender el periodismo y el ejercicio del mismo por sus actores lleva a comprender el trasfondo cultural que lo sustenta. Junto con personajes como José Pagés Llergo, Guillermo Vela, Pedro Ferriz Santa Cruz, Manuel Buendía, Julio Scherer García, Miguel Ángel Granados Chapa, Francisco Huerta (inventor del periodismo ciudadano o civil y a quien tuve ocasión de conocer en XEW), Carlos de Negri, Alonso Sordo Noriega, José Gutiérrez Vivó, Carlos Monsiváis, Nino Canún o, modestia y cariño aparte mi padre (creador de una de las primeras ―aunque efímera― agencias de noticias de espectáculos mexicanas: ANTFER, en asociación con Fernando Bastón y Mario Antonio Somohano, primo de la actriz Irma Dorantes, entre muchos más, Jacobo Zabludovsky completa la pléyade de periodistas de la segunda mitad del siglo XX que hicieron escuela en función estricta de los requerimientos de su época, como en su momento lo hicieron José Joaquín Fernández de Lizardi, Ignacio Ramírez “Nigromante”, Belisario Domínguez, José Guadalupe Posadas, Aquiles Serdán, por mencionar unos pocos de antes y ahora.

Llevado al examen y la autocrítica del propio ejercicio periodístico, a entrevistas y cuestionamientos punzantes de colegas, Jacobo siempre respondió con su característico estilo escueto y lacónico pero ocurrente, lo que no significaba ―como algunos detractores hicieron y aún hacen creer― que en sus contestaciones hubiera un desentendimiento respecto de lo puesto en tela de juicio como, por ejemplo, su postura frente a los hechos de 1968 o 1971, entre muchos otros que han lastimado al pueblo mexicano en sus cimientos democráticos.

Postura, hay que decir en descargo, que deja veladamente clara ―siguiendo su norma de no “editorializar” en el producto informativo― en el programa especial sobre los acontecimientos de octubre de 1968 de la serie “Testigos” (incluida en mi colección sobre Zaludovsky en YouTube)que hiciera para Televisa ya bajo la presidencia de Emilio Azcárraga Jean, tercero en la dinastía Azcárraga. Ahí, como en otros productos, la elección de la palabra y la frase o gesto oportunos capaces de deslizarse como si nada en el conjunto de la información demanda del televidente agudeza intelectual.

El estilo y la sensibilidad de Jacobo, hay que entenderlo, obedecían a una estructura de personalidad específica, pero también a una formación concreta sobre el modo de ejercer el periodismo. Pero también a un modo de aproximarse a los hechos por parte de una audiencia “cautiva” ya mediante la radio, ya mediante la televisión, ya mediante el diario o las revistas. Frases cortas, ritmo constante, palabras contundentes en su capacidad descriptiva, atención al hecho específico sin florituras o consideraciones que lo extraigan de su contexto. Construcciones cercanas ―pongámonos académicos― al valor semiótico de la imagen cuyo poder de síntesis la hace, contrario a lo que se piensa, más compleja que simple en su interpretación. Un estilo, sin embargo próximo y contrastante con las “imposiciones” de la tecnología actual que orilla a apretujar las ideas en 140 caracteres.

El periodismo de Jacobo, como el de sus coetáneos y quienes les hemos seguido de un modo y otro, fue uno sujeto no nada más por las ataduras de los tiempos, las corrientes ideológicas, sino también por los avances y retos tecnológicos, por las limitaciones formales de formatos, alcances y coberturas, sino también de los públicos y teleaudiencias.

Como en una casa de espejos, los acontecimientos relatados, sobre todo en el advenimiento de la televisión quedaban ―y todavía― circunscritos a un multinivel contextual en donde el contexto básico y elemental era y es el terreno, el campo mismo donde ocurren los sucesos, pero que se traslapa y yuxtapone con los contextos observados por los testigos directos e indirectos mediante la fotografía y la narración en las hojas de un periodismo o revista o encarnados en la reducida y parcial visión de la cámara y la pantalla en que se reproducen. Los hombres pues, como apuntó Giovanni Sartori en su Hommo Videns, juzgamos ya no nada más por virtud del dato específico, sino más bien llevados por la interpretación correcta o no, verdadera o falsa que nos hacemos de lo que vemos, y en este accionar, como consumidores de imagen e información, nos es más fácil y llevadero señalar como culpables manipuladores de nuestros personales conceptos a quienes nos los presentan con o sin ánimo crítico.

Jacobo Zabludovsky ―así lo entiendo y entendí― nunca fue un crítico de los sucesos, al menos en un "nunca" que se circunscribe a sus primeros cincuenta años de ejercicio, pues tras la salida de Televisa y en el ánimo de los nuevos tiempos tras la transición democrática y la alternancia en el poder con el gobierno de Vicente Fox Quezada, los restantes veinte años aplicó más abiertamente la crítica. No pretendió en esa primera época, a no ser de forma esporádica y necesaria cuando la ocasión lo imponía, hacer crítica. Él era primordialmente un cronista a través de cuyos relatos uno, en tanto espectador activo o pasivo, podía o no y si quería sacar las propias conclusiones críticas sobre determinado acontecimiento o declaración.

Crítica para la libertad; libertad para criticar

Toda proporción guardada, así como en los tiempos de la prohibición en Estados Unidos la censura obligaba a los creadores a encontrar formas novedosas dentro de lo permitido para mover al gusto, la conciencia y el juicio de los espectadores, en los tiempos de Jacobo los periodistas ―salvo alguna rara excepción― y empezando con él, dada su influencia mediática, estaban sujetos al escrutinio del sistema, acotados para decir, señalar. “El periodismo debe ser y es siempre una forma de denuncia”, explicaba Jacobo. Pero ¿cómo denunciar cuando la vigilancia y la censura provienen de todos los actores con alguna clase de interés? Publicistas, comerciantes, industriales, políticos, líderes obreros tenían ―y todavía― la tentación de presionar al informador para no decir aquello que de una manera u otra pudiera afectarles. Eso llevaba a los informadores, a los comunicadores, a los productores, a los dueños de los medios a ceñirse a reglas no escritas y desarrollar una recalcitrante y aguda autocensura. Los filtros de las salas de redacción no siempre obedecían a criterios editoriales y periodísticos como más bien económicos, políticos o morales, enfatizando de pasadita el ya de por sí odioso reconcomio que ha colocado al periodista, desde tiempos de la Ilustración, como ese “mal necesario” del que hablaba Denis Diderot ―si no me falla la memoria.

José Gutiérrez Vivó
Esto lo empezamos ―perdón por el rabanazo y la falta de modestia― a romper algunos “atravesados” a comienzos de la década de l990, en la idea de la necesidad de dar un vuelco a los tiempos de la comunicación en México. Y esto sucedió en las ondas de la radio. El primero y más notable sin duda, José Gutiérrez Vivó que, con su estilo contestatario, abrió la puerta a la crítica del público y permitió el desahogo del descontento popular que, por otra parte, podía derivar en la confluencia de opiniones encontradas en el debate de lo fundamental para la sociedad como ocurría en las mesas redondas del mismo que comento o de Nino Canún, quien en su Y usted qué opina fundió en cierto modo el periodismo de opinión con el periodismo civil inventado por Francisco Huerta, para el que el ciudadano es el reportero de la vanguardia informativa, el scout que adelanta los pasos de los reporteros apostados en la trinchera del método, y por lo tanto el basamento del análisis más que de la síntesis comunicativa.

Una digresión oportuna: corría el año 1992, producía yo entonces como productor emergente un programa para radio en la emisora ACIR Sat de mis queridos amigos de la infancia, la familia Ibarra. Era el sexenio de Carlos Salinas de Gortari. La firma del Tratado de Libre Comercio y otros acontecimientos insuflaron los ánimos y empezamos a ver manifestaciones diversas, unas más virulentas que otras como hacía ya tiempo no veíamos los mexicanos.

Cierto día, atrapado en el tránsito de la Ciudad de México en una zona cercana a la residencia presidencial de Los Pinos que normalmente no era conflictiva, pregunté a un policía de tránsito qué motivaba semejante embotellamiento y él me respondió palabras más o menos: “Manifestantes arrojaron una bomba Molotov a una motocicleta de tránsito en la cercanía de Los Pinos ocasionando un incendio”. De ser cierto el hecho era grave en sus implicaciones.

Llegué a la estación. Transmitíamos por frecuencia modulada (FM). Por la misma causa del tránsito, la conductora de mi programa Sin Máscaras, la periodista Elizabeth Vargas ―que a la sazón tenía un desempeño y popularidad regulares laborando para la naciente TVAzteca― no llegó. Me vi en la necesidad de entrar al quite ―como diría Jacobo―. Tenía dos opciones: hacer lo que el “sentido común” demandaba al estilo de los tiempos de Jacobo, es decir que a falta de conductora cancelar la emisión sustituyéndola por un bloque de música ―la ley de entonces en eso era clara, no podían dejarse espacios en blanco que excedieran los treinta segundos―. La segunda opción era atrevida, dado que los invitados tampoco habían llegado y teniendo entre las manos una información como la provista por el policía, ¡una figura oficial de autoridad!, podía sentarme al micrófono ―al fin que contaba con mi licencia de locutor― y dar curso al contenido postergando el tema del día en espera de la conductora. Opté por esto. Instruí al operador de cabina y a la redacción de noticias que me comunicaran con el corresponsal en turno en Los Pinos. Al aire expuse el hecho tal cual me fue descrito por el policía solicitando al reportero la aclaración detallada del mismo. En mi mente estaba una cuestión: si a mí el policía me dijo que alguien arrojó una bomba Molotov y esa misma información se la decía a cualquier otro ciudadano sin ser confirmada, el ánimo de la opinión pública se vería distorsionado por la chismografía y la rumorología. Comprendía mi papel: aclarar el dato para orientar y formar la opinón del radioescucha y frenar cualquier rumor. Decir las palabras “bomba Molotov” al aire, en vivo, podía resultar una afrenta al gobierno en turno y a los intereses creados de la estación y los anunciantes. ¿Quién era yo para atreverme a romper la censura no escrita en tiempos cuando apenas empezaba a barruntarse la idea de la necesidad de crear claras y abiertas deontologías en los medios de comunicación? ¡Y me atreví!

Pablo Latapí
Más tardé en mencionar esas “palabras prohibidas” por la costumbre o la falta de costumbre, que en llegar el Director de la Estación, Pablo Latapí, y pararse frente a la cabina manoteando, indicándome cortar y mandar a música. Sostuve media hora la entrevista con el reportero dando un parte pormenorizado de los hechos, aclarando que lo dicho por el policía no había sido tal sino que, al calor de la manifestación ocurrió un accidente, una motocicleta volcó y el combustible derramado se incendió ―sin quedar claro cómo―. Corté la transmisión y dejé un bloque de media hora de música. Detrás llegó el colega José Cárdenas y retomó el tema de forma específica a todo lo largo de su programa. Sentamos así un precedente que, como muchos, se lo llevaron las ondas y el viento, pero que pudo antes incidir en la apertura crítica y libre del ejercicio de la profesión. Semanas después, mis buenos amigos de la infancia que son los dueños de Grupo ACIR dieron por terminada la relación laboral en circunstancias, por decir lo menos, discutibles.

Digresión aparte, hay periodistas enfocados en el análisis, otros más inclinados a la síntesis. Los primeros hacen un periodismo de opinión, tan objetivo como puede serse al momento de juzgar los hechos y los dichos desde la personal subjetividad. Los segundos se abocan a los datos sin más. Los hay críticos y también los que optan por ser acríticos sin que ello suponga una actitud anómala de lo que implica el ejercicio periodístico. Pero si Jacobo Zabludovsky no fue crítico supo rodearse de críticos, muchos de ellos molestos para el régimen imperante y que encontraron mediante Jacobo el canal por el que señalar abierta o veladamente lo putrefacto, lo crudo y lo cocido en variados campos de nuestra sociedad, cultura y conocimiento. Pienso en plumas tan detacadas e importantes como Arturo Blanco Moheno, AgustínYañez, Carlos Loret de Mola (padre), Octavio Paz, Carlos Monsiváis, Salvador Novo, Tomás Mojarro (más asociado al Canal Once del Instituto Politécnico Nacional), Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Elena Poniatowska, Luis Spota, Ricardo Garibay, Héctor Aguilar Camín, cartonistas y humoristas como VIC o Ignacio López “Tacho”, cuyas aportaciones parecen olvidarlas o menospreciarlas los críticos  y detractores tanto de Jacobo como de la empresa para la que laboró tanto. Esta mezcla daba como resultado que el público, aún a regañadientes, terminara afirmando: “Lo dijo Jacobo”, “Lo vi con Jacobo”.

Aunque concuerdo en lo básico, me parece un desatino si no un exceso que haya quien afirme, como hizo la colega Carmen Aristegui en el episodio del 2 de julio cuando rememoró las dos ocasiones que lo entrevistó para CNN México:
Es importante, ahora que falleció Jacobo Zabludovsky, no perder el ángulo crítico de lo que significó su presencia en México a través de la televisión mexicana. […] Es imposible entender al régimen político mexicano sin la figura de Zabludovsky y el control editorial que a lo largo de décadas México ha padecido y padeció particularmente en esos 70 años de régimen priyista.
Aristegui lee al revés los datos ―cosa que le pasa muy seguido― y en un ejercicio sinecdótico acaba por supeditar el régimen político a la figura de Jacobo siendo que en realidad ocurría viceversa y para todos los periodistas y los medios concesionarios sujetos al control mediático y la censura gubernamental, como bien reconocieron él ―en entrevista con Sabina Berman― y otros.

Parafraseando a Molotov ―el grupo de rock mexicano― y para rematar este ensayo, el primero ―como ya dije― de una necesaria revisión y revaloración póstumas del personaje y su obra sin “perder el ángulo crítico” baste apuntar que del dicho al hecho hay mucho Jacobo, tanto para el listo como para el bobo.

Quizá el Zabludovsky que ha quedado atrapado en el olvido y el vilipendio es aquel joven que entre 1950 y 1960 escribió un libro sobre lo mismo que ahora se le acusa, que entonces bajo el título La libertad en radio y televisión (1967) ya acusaba los excesos de los poderes fácticos y de gobierno frente a las debilidades del “cuarto poder” de entonces; ya acusaba, preveía los alcances que, en la democracia, podría encontrar ―como ha hecho― el periodismo comprometido más que con la sociedad con la verdad.  Pero ya se sabe que la verdad no peca, pero incomoda y es a veces fruto amargo.

Jacobo, citando a su mentor Pagés, gustaba recordar: “si no tuviera tantos amigos, tendría más libertad para escribir”. Y es que en cierta manera la amistad, desde la perspectiva y filosofía de vida de Zabludovsky, es una forma de atadura, una grata, deseable, necesaria para el equilibrio mental y emocional de todo hombre. A diferencia de otros periodistas, Jacobo prefería perder una exclusiva que perder una amistad. Y esto lo decía porque en su quehacer de pronto topaba con verdades lastimosas relacionadas con amistades y se veía en la disyuntiva de publicar la nota o no so pena de restarse afectos. ¿Cuánto calló por egoísmo, arriesgando el descrédito pero no la felicidad? ¿De qué sirve a la sociedad un periodista solitario? Y sin embargo los hay que prefieren o no tienen más remedio que el aislamiento antes que ceder la verdad al engaño, la omisión, la negligencia, la desidia o la indiferencia.¿Ser amigo del que delinque, del que engaña, del que abusa y veja? ¿Eso engrandece? Voltaire pensaba que “la más feliz de todas las vidas es una soledad atareada”. ¿Qué mejor tarea que la de desvelar la verdad para contarla? Responder a estas preguntas puede ser tan difícil como explicar por qué la sociedad prefiere los corridos protagonizados por maleantes y rebeldes, sobre los elogios a santos, mártires y héroes anónimos.

En una entrevista con Sabina Berman y Katia de Artigues para TVAzteca, la primera le preguntó a Jacobo, pocos años antes de su deceso si tenía muchos amigos. Una pregunta algo irónica considerando la avanzada edad del periodista que ya para entonces había enterrado a numerosas amistades muy queridas y también, como él, significativas en la historia de México y el mundo. Jacobo respondió tener aún tres amigos. Sabina, dramaturga punzante, cuestionando al hombre sobre la redacción de sus memorias le preguntó si una de las razones por las que venía postergando estas obedecía al temor de que su publicación pudiera ofender a esas amistades y dejarlo desde este punto de vista solo, y Jacobo asintió: “Tal vez”. El poder de la verdad es terrible y no cualquiera lo digiere. “Con la edad y la experiencia”, afirmó un Jacobo sobreviviente a tres tipos de cáncer, “uno aprende a tener miedo a cosas a las que no les temía”.

La libertad del periodista entonces pasa por un conjunto variado de tamices, unos ajenos, sociales e institucionales; otros más íntimos y personales. En el corazón de la cebolla que es el periodismo hay mucho más que las razones del tufo de la sociedad y las personas que la conforman, hay también la esencia, el jugo de las lágrimas contenidas y que sazonan el existir.



Escrito entre el 2 y el 14 de agosto de 2015, Naucalpan de Juárez, Méx.

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