¿Cuántas veces debo morir?
Sé que hay quienes, amigos, ex alumnos y hasta familiares, me han tachado de severo ("Definición de Severo"), ora por mi manera de expresarme que algunos etiquetan de "choros mareadores", ora por mis silencios que pueden ser prolongados e incómodos, espacios mentales para la observación y la meditación; ora por mi necedad y tozudez, por mi manera de pensar; ora por mi afán de discutir lo que consideran indiscutible, por examinar y analizar lo que se antoja evidente aun cuando eso no dé carácter de prueba a las cosas; ora por mis definidos gustos, en especial respecto de las mujeres; ora por mi manera de disfrutar esto o aquello, ora por mi apego a ciertas normas, ora por mi afán de romper esas mismas reglas, ora por intentar sumarme al gremio, ora por aislarme de los otros para perfilar mi particular y propio mundo.
Y no faltan los que, incapaces de comprender el prurito en mi alma o un simple vocablo o la construcción de tal o cual argumento, se lleve una frase o varias, me encasillan así o asá. Y esos mismos que presumen de una liberalidad y de una modernidad a prueba de atavismos, justicieros contra ese o aquél, con respecto de mi persona se muestran rigurosos y pretenden cortarme con el cartabón de lo socialmente aceptado, del "sentido común" y ante mi resistencia acaban por envolverme en el halo del hereje, del apóstata, del proscrito, del rebelde, del equivocado, del loco de la colina. Incluso no faltarán quienes lean en estas líneas lo que describirán como el "discurso dramático del aspirante a mártir", "la queja de la víctima perenne de las circunstancias". Río... ¡Río!
Me veré socrático. Sólo sé que no sé nada; que no soy nadie, y por lógica soy alguien. Un alguien con un corazón enchido de amor, necesitado de amor. Un amor que entrego a cuentagotas en cada signo que pienso, escribo, vivo, a veces a mansalva. Y me veré cartesiano, porque ese alguien amante tanto como amable en cada expresión desata su pensar que es tanto como gritar su existir. Y me veré sartriano. Pues tal existencia, al fin y al cabo, sólo tiene un derrotero: la nada, la muerte. Esa nada donde todo justifica la transición que está implícita en la muerte.
Cada vez que escribo, yo vivo y viviendo existo y si existo, al menos para el espacio donde queda plasmada mi expresión, es porque voy muriendo poco a poco, letra tras letra. Y así como hay un punto final, en él está el potencial de un nuevo comienzo.
Aquella persona que verdaderamente se atreve a desvelar el misterio tras de mis líneas, mis verdes líneas, jamás topa con pared ni con un abismo infranqueables.
¡Tú!, afirmas que sabes leer, pero, si, tolerante de mí, has llegado hasta este párrafo ¿sabes leer lo que hay más allá de mis largos, ruidosos silencios como este que ahora termino, creo, con un signo de interrogación?
Muero. Renaceré en la siguiente página en blanco.
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