¡Que me plagien!

noviembre 11, 2015 Santoñito Anacoreta 0 Comments

Cartón: Boligan
RECORDARÁS, QUERIDO LECTOR, que hace tiempo inicié una cruzada en #defensadelautor, haciendo señalamientos a diestra y siniestra, llamando la atención a usuarios aquí y allá en las redes sociales, conminando a tener más cuidado en la referencialidad de lo que se comparte y publica en las mismas, por elemental respeto a las fuentes de las ideas, las palabras, las imágenes, etcétera. Porque ocurre cada vez más que llevamos y traemos contenidos sin siquiera reconocer su origen y ello acaba por arrinconarnos en el yerro de creer cualquier barrabasada atribuida a quien se quiera imaginar como probable autor. O todavía más preocupante, provocando que el basurero del olvido sea más y más voluminoso con citas que, más pronto que tarde y por causa de la desidia de más y más lectores-recreadores, van cobrando injustamente carta de anonimato y dominio público.

Hace tiempo que tengo traspapelado un ensayo que escribí antes de 2005. No puedo precisar la fecha. Se intitulaba como el de ahora, y en él hacia un breve manifiesto acerca del plagio y sus aparentes bondades. Lo escribí sobre todo en reacción a la emisión de cierta normatividad que prohíbe o prohibió por un tiempo, ya no sé bien [cf. , (Congreso de los Estados Unidos Mexicanos, 2015, págs. 21, Cap II:148-1 De la Limitación de los Derechos Patrimoniales)] la edición de compendios de frases célebres y aforismos (fuera de los clásicos). Y es que, por aquellas fechas empezaron a aparecer algunas antologías que, a juicio de los autores extractados para el fin, servían de pretexto para “plagiar” fragmentos descontextualizados de sus obras.

Cierto, sucedía de algún modo y como sigue pasando ahora con singular desparpajo por cualquiera en las redes sociales que se han convertido en el más amplio y reeditado compendio dinámico de aforismos, así los propios como los consabidos y ajenos, los que por virtud de la redundancia comunicativa se han convertido en justificaciones del plagio presumiblemente autorizado.

Días atrás una amistad en Facebook me “compartió” cierta publicación, una entrevista (Goldsmith, 2015) al diseñador metido a poeta Kenneth Goldsmith (Wikipedia, Colaboradores de, 2015). Y lo hizo no por plagiar la publicación, sino en el afán de provocar además de interés en mí, quizás una argumentación de mi parte. Logró su cometido y, a manera de continuar lo que escribí años atrás, enseguida abundo en lo dicho.

¡Claro que me interesó el tema! Y por varias razones. Primero, por tratarse de un artista casi de mi generación. En segundo lugar, porque la entrevista deja claro, a despecho de los interlocutores, que ninguno podemos saber todo lo que ocurre en todos los ámbitos, y que no siempre los primeros serán los más conocidos.

Hay, sin embargo, dos puntos en los que no estoy de acuerdo con Kenneth Goldsmith: 1) Cuando afirma:
Apropiarse de imágenes en el arte ya pasó de moda, nadie quiere seguir haciéndolo. Pero en literatura nunca se había hecho, por eso lo estoy llevando a cabo.
El tema no puede ser visto de manera tan superficial y asociarse a una tendencia de moda. Las corrientes artísticas nunca han hecho moda, sino escuela, pero sí han abrevado de la moda e incidido en su evolución.

Es falso, como apunta Goldsmith, que en literatura nunca se había hecho algo semejante a esta idea de “plagiar” para “crear”. Desde tiempos de los griegos es una práctica relativamente común. El mismo Aristófanes alude al tema en una de sus comedias, Las Aves, mencionando a Filocles, poeta trágico que plagió la obra Tereo de Sófocles, en el afán de ganar el concurso que frecuentemente se llevaba al cabo y que casi siempre ganaba el plagiado. Ello, entonces, supuso un escándalo que, de existir los Derechos de Autor, habrían causado al dramaturgo un serio problema, pero todo derivó en que Filocles cayera casi en el olvido.

Y no me refiero solo al plagio en tanto robo deliberado, sino al que también desde la conformación, por ejemplo, de la Biblia se ha practicado mediante la inclusión de fragmentos de obras diversas, anónimas o firmadas. Ahí tenemos el caso del libro de Eclesiastés que, según algunos estudiosos, puede adjudicarse o a Salomón bajo seudónimo o a otro autor que, bajo dicho seudónimo, plagió partes de obras sueltas de Salomón integrándolas de manera coherente.

El pasaje del Diluvio Universal en el Génesis retoma, según otros estudiosos, el poema mesopotámico de Gilgamesh.

Los ejemplos son muchos, vastos. Pero ante la apuesta tan generalizada hoy por la desmemoria y el desinterés por la historia, Goldsmith se presenta como innovador sin serlo al 100%.

Desde la ilustración, siguiendo la línea talmúdica del Libro de la Sabiduría, el recurso de la publicación de aforismos produjo innumerables ediciones que han servido a escritores, oradores, declamadores, investigadores como elemento normal y legal para extraer parte de lo dicho por algún autor en cierta de sus obras, hasta que en décadas recientes se normó (al menos en México) para “prohibir” semejantes ediciones por considerarlas contrarias al Derecho de Autor, quedando solo aceptadas las citas aforísticas como un recurso y elemento metodológico, útil para trabajos ensayísticos de divulgación e investigación.

Personalmente tengo entre mis proyectos en el cajón una novela donde un personaje lo construyo a partir de supuestos “plagios”. No puedo entrar más en detalles, no sea que me plagien, jajajaja... Pero puedo aseverar que incluso mi “experimento”, aunque lo sé “novedoso” (antes investigué la preexistencia de algo semejante) no es completamente innovador. De todos modos, hablar de un nonato es tanto como bordar en el aire.

Goldsmith podría argumentar en su favor y en mi contra su nivel de popularidad en el medio de las letras y de los lectores, mientras un servidor, por circunstancias de la vida, no he conseguido despuntar más allá de un sueño guajiro sobre cuya piedra sigo y sigo picando. Y si alguien me plagia pues…

Por otra parte, Goldsmith parece olvidar que la Literatura ya ha experimentado más de una vez los efectos de las “vanguardias”, y muy especialmente desde fines del siglo XIX, con los poetas malditos, por ejemplo, o con el surrealismo, el constructivismo, el estridentismo, etc. Y desde entonces todas las artes han estado agotándose, explorando, reinventándose.

Mencionar a Duchamp solo puede ser comprendido desde la perspectiva que su intervención artística tuvo para los nuevos derroteros, como una manifestación irrevocable del kitsch, el cual hoy, eso sí, lo hallamos en casi todas partes precisamente por medio de las posibilidades que ofrece la Internet.

Coincido con Goldsmith en esto y en su apunte velado acerca del valor de plagio que conllevan muchas de las publicaciones en las redes sociales por parte de los “creadores no-creativos de contenidos” (lo que es casi como mencionar a cualquiera de nosotros [cf. (Wershler-Henry, 2005)] que nos limitanmos a replicar, compartir, reproducir, expandir ad extensum lugares comunes, los memes, las noticias aun trasnochadas, etcétera. Nos plagiamos unos a otros incluso la identidad o datos visuales o textuales relativos a esta (es lo más grave y de alcances punitivos).

En el fondo de esto está la defensa de los Derechos de Autor a ultranza, en especial por parte de las empresas e industrias que han hallado en este derecho una mina de oro y la ocasión para la desigualdad artística. Y también está la defensa del derecho que todos tenemos en tanto individuos para producir significado; significado, hay que decir, no por fuerza con una base auténtica en su originalidad, sino en muchos casos prestada a partir de la producción ajena, a veces sin malicia, solo por hallar en la idea (que no en la obra) la coincidencia de pensamiento y expresión que justifica la ley del menor esfuerzo: «si aquel ya lo dijo, y lo dijo tan bien, de modo que comulgo con su dicho, para qué romperme la cabeza en encontrar formas novedosas para decir lo mismo», pensamos. Claro, las nuevas tecnologías nos dan las herramientas para saltarnos las trancas, pero también para, en el vértigo de la “creación”, copiando y pegando, olvidar la referencia a la fuente así sea mencionándola o incluyendo el vínculo respectivo.

Una manera de contrarrestar esto se dio con la instauración del Copyleft del esfuerzo Creative Commons. Este introdujo, para los creativos y para los “creativos no-creativos”, la posibilidad de en efecto difundir honesta y recíprocamente los productos culturales de unos y otros mediante la limitación de determinados derechos indicados por el autor o por cada “coautor”, en caso de que la réplica en la difusión permita la recreación o modificación de parte o la totalidad de la obra, al igual que su difusión y/o comercialización. Es, de alguna manera, el reconocimiento de un interés muy extendido respecto de la apreciación y el usufructo no nada más pecuniario de las obras humanas.

Las formas de comunicación masiva hoy, como la Internet, están haciendo de forma contradictoria que lo masivo se vuelva una experiencia más individual; y la democratización de los contenidos ha venido a minar la originalidad y por tanto el concepto de “autoridad” de que gozaban los creadores y los expertos en tal o cual tema por lo menos hasta finales del siglo XX. Hoy cualquiera se erige y ostenta en “conocedor” de casi cualquier tema. Hoy cualquiera puede rebatir con la mano en la cintura al que declare tener las cartas credenciales que le autoricen ponderar sobre tal o cual asunto. El descrédito pasa por la “verificación” en la efímera tarea revisionista que implica navegar por la Internet, donde cada palabra, cada imagen es susceptible de volverse verdad indiscutible solo porque la compartió equis contacto en quien confiamos.

Pecaré de comunicólogo, pues es lo que soy. El modelo de comunicación de dos pasos aunado a la teoría de los seis grados que soporta a las redes sociales explica en buena medida esto, si bien la yuxtaposición de los efectos implica una marcada forma de ocurrir el modelo de usos y gratificaciones e incidir en los efectos pragmáticos de la teoría de la construcción del significado.

Es decir, cada uno de nosotros hoy somos líderes y nuestra potencialidad radica en la posibilidad de influir en los otros mediante nuestras opiniones, así sean prestadas de terceros a los que poco a poco difuminamos en su identidad al apropiarnos de sus contenidos y de las interpretaciones sobre los mismos. La confianza que esta posibilidad despierta en nuestros pares potencia a la vez a los contenidos en su posibilidad de instalarse en la memoria colectiva con un significado que la sola difusión masiva amplía con base en la redundancia informativa, o sea en la reducción de variantes contradictorias sobre lo compartido: entre más personas compartan lo mismo, más homogeneidad de pensamiento y opinión encontraremos alrededor de un determinado tópico o personaje. Así, usando y reusando los contenidos, tal cual o modificados para nuestros particulares fines y propósitos, nos sentimos gratificados frente a la idea de estar “aportando” y construyendo significado.

Primero atestiguamos la casi extinción de esa rara avis que eran los eruditos. Ahora estamos ante la casi extinción de las autoridades expertas en algo; en parte a causa de la especialización exacerbada y en parte por la democratización irracional del conocimiento.

Es más, muy lejos en el tiempo quedaron las épocas cuando elaborar una tesis de licenciatura era una verdadera aventura intelectual en el afán de crear y dar continuidad al conocimiento. Hoy, donde sea, no pasa de ser un mero trámite burocrático para obtener el grado y justificar el tiempo y o el dinero devengado en la educación superior, la que acaba ostentada en un título pomposo empolvado entre otros marcos pendientes en la pared. No en balde escribí hace años y retomé recientemente “El desempleo del título”. Las tesis de licenciatura, y para allá van las de maestrías y doctorados en esta acérrima tendencia al clientelismo en las universidades públicas y privadas, son el dato duro mediante el cual las instituciones educativas convertidas en mediocres fábricas de profesionistas acomodan sus estadísticas de productividad, más preocupadas por la evaluación que por la calidad y el modo como el conocimiento “distribuido” incide en las maneras del desarrollo social, político y económico de nuestro país.

Referencias

Congreso de los Estados Unidos Mexicanos. (2015). Ley Federal de Derecho de Autor. México, D.F., México. Recuperado el 10 de noviembre de 2015, de http://www.indautor.gob.mx/documentos_normas/leyfederal.pdf
Goldsmith, K. (6 de noviembre de 2015). "Entrevista con Kenneth Goldsmith". (T. Puente, Entrevistador) Time Out México. Recuperado el 6 de noviembre de 2015, de Time Out México: http://www.timeoutmexico.mx/df/arte/entrevista-con-kenneth-goldsmith
Wershler-Henry, D. (2005). "Uncreative is the New Creative: Kenneth Goldsmith Not Typing. (F. Davey, Ed.) Open Letter, Twelfth Series(Fall), 162-169. Recuperado el 10 de noviembre de 2015, de http://wings.buffalo.edu/epc/authors/goldsmith/Goldsmith-Open_Letter.pdf
Wikipedia, Colaboradores de. (26 de octubre de 2015). "Kenneth Goldsmith". Recuperado el 10 de noviembre de 2015, de Wikipedia, La Enciclopedia Libre: https://en.wikipedia.org/w/index.php?title=Kenneth_Goldsmith&oldid=687647321


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