¡Que me plagien!
Cartón: Boligan |
RECORDARÁS, QUERIDO LECTOR, que hace tiempo inicié una
cruzada en #defensadelautor, haciendo señalamientos a diestra y siniestra,
llamando la atención a usuarios aquí y allá en las redes sociales, conminando a
tener más cuidado en la referencialidad de lo que se comparte y publica en las
mismas, por elemental respeto a las fuentes de las ideas, las palabras, las
imágenes, etcétera. Porque ocurre cada vez más que llevamos y traemos
contenidos sin siquiera reconocer su origen y ello acaba por arrinconarnos en el
yerro de creer cualquier barrabasada atribuida a quien se quiera imaginar como
probable autor. O todavía más preocupante, provocando que el basurero del
olvido sea más y más voluminoso con citas que, más pronto que tarde y por causa
de la desidia de más y más lectores-recreadores, van cobrando injustamente carta
de anonimato y dominio público.
Hace tiempo que tengo traspapelado un ensayo que escribí
antes de 2005. No puedo precisar la fecha. Se intitulaba como el de ahora, y en
él hacia un breve manifiesto acerca del plagio y sus aparentes bondades. Lo
escribí sobre todo en reacción a la emisión de cierta normatividad que prohíbe
o prohibió por un tiempo, ya no sé bien [cf. , (Congreso de los Estados Unidos Mexicanos, 2015,
págs. 21, Cap II:148-1 De la Limitación de los Derechos Patrimoniales) ] la edición de
compendios de frases célebres y aforismos (fuera de los clásicos). Y es que,
por aquellas fechas empezaron a aparecer algunas antologías que, a juicio de
los autores extractados para el fin, servían de pretexto para “plagiar”
fragmentos descontextualizados de sus obras.
Cierto, sucedía de algún modo y como sigue pasando ahora con
singular desparpajo por cualquiera en las redes sociales que se han convertido
en el más amplio y reeditado compendio dinámico de aforismos, así los propios
como los consabidos y ajenos, los que por virtud de la redundancia comunicativa
se han convertido en justificaciones del plagio presumiblemente autorizado.
Días atrás una amistad en Facebook me “compartió” cierta
publicación, una entrevista
(Goldsmith, 2015) al diseñador metido a poeta Kenneth
Goldsmith (Wikipedia, Colaboradores de,
2015) .
Y lo hizo no por plagiar la publicación, sino en el afán de provocar además de
interés en mí, quizás una argumentación de mi parte. Logró su cometido y, a
manera de continuar lo que escribí años atrás, enseguida abundo en lo dicho.
¡Claro que me interesó el tema! Y por varias razones.
Primero, por tratarse de un artista casi de mi generación. En segundo lugar,
porque la entrevista deja claro, a despecho de los interlocutores, que ninguno
podemos saber todo lo que ocurre en todos los ámbitos, y que no siempre los primeros
serán los más conocidos.
Hay, sin embargo, dos puntos en los que no estoy de acuerdo
con Kenneth Goldsmith: 1) Cuando afirma:
Apropiarse de imágenes en el arte ya pasó de moda, nadie quiere seguir haciéndolo. Pero en literatura nunca se había hecho, por eso lo estoy llevando a cabo.
El tema no puede ser visto de manera tan superficial y
asociarse a una tendencia de moda. Las corrientes artísticas nunca han hecho
moda, sino escuela, pero sí han abrevado de la moda e incidido en su evolución.
Es falso, como apunta Goldsmith, que en literatura nunca se
había hecho algo semejante a esta idea de “plagiar” para “crear”. Desde tiempos
de los griegos es una práctica relativamente común. El mismo Aristófanes alude
al tema en una de sus comedias, Las
Aves, mencionando a Filocles,
poeta trágico que plagió la obra Tereo de Sófocles, en el afán de
ganar el concurso que frecuentemente se llevaba al cabo y que casi siempre ganaba
el plagiado. Ello, entonces, supuso un escándalo que, de existir los Derechos
de Autor, habrían causado al dramaturgo un serio problema, pero todo derivó en
que Filocles cayera casi en el olvido.
Y no me refiero solo al plagio en tanto robo deliberado,
sino al que también desde la conformación, por ejemplo, de la Biblia se ha
practicado mediante la inclusión de fragmentos de obras diversas, anónimas o
firmadas. Ahí tenemos el caso del libro de Eclesiastés que, según algunos
estudiosos, puede adjudicarse o a Salomón bajo seudónimo o a otro autor que,
bajo dicho seudónimo, plagió partes de obras sueltas de Salomón integrándolas
de manera coherente.
El pasaje del Diluvio Universal en el Génesis retoma, según
otros estudiosos, el poema mesopotámico de Gilgamesh.
Los ejemplos son muchos, vastos. Pero ante la apuesta tan
generalizada hoy por la desmemoria y el desinterés por la historia, Goldsmith
se presenta como innovador sin serlo al 100%.
Desde la ilustración, siguiendo la línea talmúdica del Libro
de la Sabiduría, el recurso de la publicación de aforismos produjo
innumerables ediciones que han servido a escritores, oradores, declamadores,
investigadores como elemento normal y legal para extraer parte de lo dicho por
algún autor en cierta de sus obras, hasta que en décadas recientes se normó (al
menos en México) para “prohibir” semejantes ediciones por considerarlas
contrarias al Derecho de Autor, quedando solo aceptadas las citas aforísticas como
un recurso y elemento metodológico, útil para trabajos ensayísticos de
divulgación e investigación.
Personalmente tengo entre mis proyectos en el cajón una
novela donde un personaje lo construyo a partir de supuestos “plagios”. No
puedo entrar más en detalles, no sea que me plagien, jajajaja... Pero puedo
aseverar que incluso mi “experimento”, aunque lo sé “novedoso” (antes
investigué la preexistencia de algo semejante) no es completamente innovador. De
todos modos, hablar de un nonato es tanto como bordar en el aire.
Goldsmith podría argumentar en su favor y en mi contra su
nivel de popularidad en el medio de las letras y de los lectores, mientras un
servidor, por circunstancias de la vida, no he conseguido despuntar más allá de
un sueño guajiro sobre cuya piedra sigo y sigo picando. Y si alguien me plagia
pues…
Por otra parte, Goldsmith parece olvidar que la Literatura
ya ha experimentado más de una vez los efectos de las “vanguardias”, y muy
especialmente desde fines del siglo XIX, con los poetas malditos, por ejemplo,
o con el surrealismo, el constructivismo, el estridentismo, etc. Y desde
entonces todas las artes han estado agotándose, explorando, reinventándose.
Mencionar a Duchamp solo puede ser comprendido desde la
perspectiva que su intervención artística tuvo para los nuevos derroteros, como
una manifestación irrevocable del kitsch,
el cual hoy, eso sí, lo hallamos en casi todas partes precisamente por medio de
las posibilidades que ofrece la Internet.
Coincido con Goldsmith en esto y en su apunte velado acerca
del valor de plagio que conllevan muchas de las publicaciones en las redes
sociales por parte de los “creadores no-creativos de contenidos” (lo que es
casi como mencionar a cualquiera de nosotros [cf. (Wershler-Henry, 2005) ] que nos limitanmos a
replicar, compartir, reproducir, expandir ad
extensum lugares comunes, los memes,
las noticias aun trasnochadas, etcétera. Nos plagiamos unos a otros incluso la
identidad o datos visuales o textuales relativos a esta (es lo más
grave y de alcances punitivos).
En el fondo de esto está la defensa de los Derechos de Autor
a ultranza, en especial por parte de las empresas e industrias que han hallado
en este derecho una mina de oro y la ocasión para la desigualdad artística. Y
también está la defensa del derecho que todos tenemos en tanto individuos para
producir significado; significado, hay que decir, no por fuerza con una base
auténtica en su originalidad, sino en muchos casos prestada a partir de la
producción ajena, a veces sin malicia, solo por hallar en la idea (que no en la
obra) la coincidencia de pensamiento y expresión que justifica la ley del menor
esfuerzo: «si aquel ya lo dijo, y lo dijo tan bien, de modo que comulgo con su
dicho, para qué romperme la cabeza en encontrar formas novedosas para decir lo
mismo», pensamos. Claro, las nuevas tecnologías nos dan las herramientas para
saltarnos las trancas, pero también para, en el vértigo de la “creación”,
copiando y pegando, olvidar la referencia a la fuente así sea mencionándola o
incluyendo el vínculo respectivo.
Una manera de contrarrestar esto se dio con la instauración
del Copyleft del esfuerzo Creative
Commons. Este introdujo, para los creativos y para los “creativos
no-creativos”, la posibilidad de en efecto difundir honesta y recíprocamente
los productos culturales de unos y otros mediante la limitación de determinados
derechos indicados por el autor o por cada “coautor”, en caso de que la réplica
en la difusión permita la recreación o modificación de parte o la totalidad de
la obra, al igual que su difusión y/o comercialización. Es, de alguna manera,
el reconocimiento de un interés muy extendido respecto de la apreciación y el
usufructo no nada más pecuniario de las obras humanas.
Las formas de comunicación masiva hoy, como la Internet,
están haciendo de forma contradictoria que lo masivo se vuelva una experiencia
más individual; y la democratización de los contenidos ha venido a minar la
originalidad y por tanto el concepto de “autoridad” de que gozaban los
creadores y los expertos en tal o cual tema por lo menos hasta finales del
siglo XX. Hoy cualquiera se erige y ostenta en “conocedor” de casi cualquier
tema. Hoy cualquiera puede rebatir con la mano en la cintura al que declare
tener las cartas credenciales que le autoricen ponderar sobre tal o cual
asunto. El descrédito pasa por la “verificación” en la efímera tarea
revisionista que implica navegar por la Internet, donde cada palabra, cada
imagen es susceptible de volverse verdad indiscutible solo porque la compartió
equis contacto en quien confiamos.
Pecaré de comunicólogo, pues es lo que soy. El modelo de
comunicación de dos pasos aunado a la teoría de los seis grados que soporta a
las redes sociales explica en buena medida esto, si bien la yuxtaposición de
los efectos implica una marcada forma de ocurrir el modelo de usos y
gratificaciones e incidir en los efectos pragmáticos de la teoría de la
construcción del significado.
Es decir, cada uno de nosotros hoy somos líderes y nuestra
potencialidad radica en la posibilidad de influir en los otros mediante
nuestras opiniones, así sean prestadas de terceros a los que poco a poco
difuminamos en su identidad al apropiarnos de sus contenidos y de las
interpretaciones sobre los mismos. La confianza que esta posibilidad despierta
en nuestros pares potencia a la vez a los contenidos en su posibilidad de
instalarse en la memoria colectiva con un significado que la sola difusión masiva
amplía con base en la redundancia informativa, o sea en la reducción de
variantes contradictorias sobre lo compartido: entre más personas compartan lo
mismo, más homogeneidad de pensamiento y opinión encontraremos alrededor de un
determinado tópico o personaje. Así, usando y reusando los contenidos, tal cual
o modificados para nuestros particulares fines y propósitos, nos sentimos gratificados
frente a la idea de estar “aportando” y construyendo significado.
Primero atestiguamos la casi extinción de esa rara avis que eran los eruditos. Ahora
estamos ante la casi extinción de las autoridades expertas en algo; en parte a
causa de la especialización exacerbada y en parte por la democratización
irracional del conocimiento.
Es más, muy lejos en el tiempo quedaron las épocas cuando
elaborar una tesis de licenciatura era una verdadera aventura intelectual en el
afán de crear y dar continuidad al conocimiento. Hoy, donde sea, no pasa de ser
un mero trámite burocrático para obtener el grado y justificar el tiempo y o el
dinero devengado en la educación superior, la que acaba ostentada en un título
pomposo empolvado entre otros marcos pendientes en la pared. No en balde
escribí hace años y retomé recientemente “El
desempleo del título”. Las tesis de licenciatura, y para allá van las de
maestrías y doctorados en esta acérrima tendencia al clientelismo en las
universidades públicas y privadas, son el dato duro mediante el cual las instituciones
educativas convertidas en mediocres fábricas de profesionistas acomodan sus
estadísticas de productividad, más preocupadas por la evaluación que por la
calidad y el modo como el conocimiento “distribuido” incide en las maneras del
desarrollo social, político y económico de nuestro país.
Referencias
Congreso de los Estados Unidos Mexicanos. (2015). Ley
Federal de Derecho de Autor. México, D.F., México. Recuperado el 10 de
noviembre de 2015, de
http://www.indautor.gob.mx/documentos_normas/leyfederal.pdf
Goldsmith, K. (6 de
noviembre de 2015). "Entrevista con Kenneth Goldsmith". (T. Puente,
Entrevistador) Time Out México. Recuperado el 6 de noviembre de 2015, de Time
Out México:
http://www.timeoutmexico.mx/df/arte/entrevista-con-kenneth-goldsmith
Wershler-Henry, D.
(2005). "Uncreative is the New Creative: Kenneth Goldsmith Not Typing.
(F. Davey, Ed.) Open Letter, Twelfth Series(Fall), 162-169. Recuperado
el 10 de noviembre de 2015, de
http://wings.buffalo.edu/epc/authors/goldsmith/Goldsmith-Open_Letter.pdf
Wikipedia,
Colaboradores de. (26 de octubre de 2015). "Kenneth Goldsmith".
Recuperado el 10 de noviembre de 2015, de Wikipedia, La Enciclopedia Libre:
https://en.wikipedia.org/w/index.php?title=Kenneth_Goldsmith&oldid=687647321
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