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Dejando huellas

Los seres humanos en general somos muy ingratos. Hemos sido ingratos con la naturaleza y ahora, apenas ahora, nos preocupamos hasta exageradamente por el cambio climático. ¡Qué bien!, pero qué mal. Que bien celebrar un día o semana del Medio Ambiente, pero que mal pues ahora estamos otra vez dando por sentadas cosas. Antes dábamos por sentado que había un planeta y que nuestro papel de administradores consistía en explotarlo para asegurar nuestra sobrevivencia y preeminencia como especie. Ahora, queremos remediar los errores de generaciones a punta de plumazos interesados sobre contratos, chequeras y vouchers, y damos por hecho que el planeta es nuestro medio ambiente. De nuevo nos equivocamos.

El medio ambiente primordial del hombre, en tanto bestia, sí lo conforman el suelo que pisa, el aire que respira, etcétera, pero el medio ambiente primordial  del hombre, de ese hombre que se ufana de su racionalidad aparentemente superior a la de otras especies no lo constituyen la cueva ni la montaña ni el mar sino la cultura, el mundo que ese hombre, incluyendo a la naturaleza que lo sostiene y rodea, va creando cotidianamente a punta de ingenio como de avaricia.

La naturaleza se ve transformada por la cultura aun cuando esta se vea influenciada por aquella. Cuidar el medio ambiente pasa por reconocer que nuestra cultura ha sido más que constructiva destructora, por muy admirables que sean muchos de sus logros. Cambiar las condiciones del medio ambiente para favorecer el equilibrio planetario pasa indefectiblemente por el cambio cultural. Mientras el hombre no cambie de fondo en su proceder para consigo mismo en el mantenimiento de su medio ambiente cultural, poco podrá hacer en favor del medio ambiente natural.

Pero, ojo, esos cambios por ser introducidos culturalmente también deben ser racionalmente pensados en función de nuestra naturaleza como especie, pues hacer modificaciones culturales no es cosa de capricho de unos cuantos con o sin poder e intereses para efectuarlas. Esos cambios van mucho más allá de pensar en la modificación de hábitos alimenticios o de vestido, transporte o de producción fabril e industrial, implican el aumento y mejoramiento de la conciencia de lo que somos y por qué somos lo que somos, y para qué somos y hemos sido lo que somos.

Meditar al respecto apunta más que a sólo lamentar y escandalizarse por la matanza de focas, el deshielo, las inundaciones, la hambruna, implica actuar en consecuencia, cada cual desde sus limitaciones y habilidades y funciones: el periodista informando, el ingeniero desarrollando, el economista planificando, el educador capacitando, los padres formando, el artista imaginando, todos educando y recreando. El compromiso de cada quien ha de converger en el interés común. Estas líneas, por ejemplo, si bien están escritas por un solitario y no son un tabique sólido, no son menos por estar hechas con, para la mayoría, desdeñables signos que quizá se lleven el viento o la desmemoria. Al contrario, por su volatilidad, tal vez sean más semejantes al diente de león y viajen flotando, de ojo en ojo, más lejos que el esfuerzo loable de unas manos edificadoras.

Aunque he sido criticado por muchas razones, yo quiero cambiar el mundo. No busco imponer mi forma de pensar, sentir, hacer. Sé que sólo no lo voy a conseguir. Sé que no viviré para ver buena parte de los cambios, pero hago lo que está humildemente en mi mano para hacer del grano de arena que puedo aportar la piedra de toque sobre la cual levantar el mañana. ¿Tú, qué piensas, qué estás haciendo?

Costal de indiferencia

Leo una discusión alrededor de la hipocresía implícita tras la expresión "te quiero mucho" muy usada como mera fórmula retórica por ciertas personas, y los debatientes parecen llevar en vez de pluma, escoba; cambiaron tintero por cuba; luego, en lugar de tinta, aguas negras. En algún tramo de su barrido arrinconan una conducta identificándola como proveniente de una basura de persona, de alguien indigno de atención y cuidados en el intercambio social y comunicativo. Entonces, pienso en los pepenadores.
La basura también tiene su lugar, y aun cuando puede ser reciclada o simplemente dejada de lado, jamás cesa de existir o tarda mucho en desintegrarse. Y lo más relevante, la basura no existe por sí misma, sino somos nosotros mismos los que la generamos con tanta ansia consumista. Somos nosotros mismos quienes la arrinconamos, quienes la acumulamos, incluso quienes la prohijamos y damos otros usos como los decorativos, la embellecemos haciéndola creer que aún puede tener otra utilidad aparte de la original. Vaya, la damos tanta importancia, misma que realmente tiene en nuestra ecología mental, que hasta filosofamos alrededor de ella. Porque sí, también el afecto es un artículo de consumo y es susceptible de desgaste, de convertirse a ojos de nuestra vanidad en algo desechable. Pero he aquí que los pepenadores nos enseñan la gran lección: aún la más despreciable mota, la más infecta muestra de hipocresía tuvo su razón de ser, por muy falto de justificación que nos parezca a título particular; y aún luego de ser clasificada guarda un futuro prometedor para todos nosotros, siempre que estemos en la disposición de abrir la mente y ver lo esencial.
Permítanme el autoplagio y perdonen la extensión:
No es que existan o debieran existir los contrarios, simplemente tener voluntad para algo es querer ese algo y “querer es poder”, dicen; y poder es la posibilidad de poseer, elegir y manifestar. Querer algo o alguien indica la falta o necesidad de lo que se tendría de no quererlo, y lo que sostiene a la voluntad es la fe. Yo creo en algo porque quiero tener ese algo, saber y confirmar su existencia, y para ello preciso de la voluntad; y esta, a su vez, es nada si se vive, no así si se sufre, si se padece. Creo, en fin, porque tengo la voluntad de esperar y confiar.
Pero, ahora, si creo que quiero es muy probablemente porque soy consciente de la necesidad que me define. Y aquí, es claro que desear y necesitar son dos actos totalmente distintos. Deseo lo que carezco; necesito lo que me es deficiente. Adquirir y comprar, también son distintas secuelas de la voluntad. Cuando ad-quiero, efectuó lo necesario para dar gusto al capricho de la voluntad y como parte del proceso fundamental compro (del latín comparare, comparar). Así, contrasto los atributos de los objetos (cosas o personas) con capacidad para darme placer o su contrario.
¿Quién me quiere? ¿Quién me necesita? ¿A quién puedo dar placer? ¿A quién puedo nutrir con mi sola existencia?
De este modo, si la personalidad implica una totalidad individual y procuro venderme a los demás, ofreciéndome de manera atractiva —no soez— en el mercado de los otros, asimismo la personalidad encierra a mi persona si no es su irradiación directa…
Persona… Literalmente: máscara, careta. Yo me considero un individuo; sin embargo, me doy a conocer como persona, como una máscara: un falso rostro. ¿Es que tengo que mentir, ocultarme cínicamente para no dañar al resto con mi autenticidad? ¿O es que la autenticidad mía es la propia mentira, la simulación misma? Tal parece que sí. No soy el único ni el último, lo sé. Ahí tengo a ese hombre junto al árbol de allí. Hay que ver cómo mira al policía, al piso, a mí, siempre de manera distinta. Puedo ver desde este lugar tantos hombres en uno solo, como transformaciones en su rostro se sucedan. Hay hombres (y mujeres, claro, la precisión debería ser ociosa, pero en los tiempos que vivimos, cuando reinan el eufemismo y una estúpida equidad de género hasta el soplo se ofende si no tiene a su sopla enfrente); hay hombres, decía,  en los que el espíritu y la espírita (sonrío con sorna) son algo inevitable, por ridículo que parezca, aunque se vuelvan y revuelvan como quieran, aunque oculten con las manos sus ojos reveladores; como si la mano no fuera traidora ella también. No sólo los ojos son el espejo del alma. La persona de cada cual, entonces, es el burdo e invisible letrero que lleva cada quien en el pecho con el mensaje en letras mayúsculas y grandes: ¡Quiéreme!
Parafraseando al poeta, yo quiero decirte que te quiero con todo el corazón, pero hay que ver de qué está hecho mi corazón, pues los hay de alcachofa y de filete, pero mientras no los consumas no sabrás de qué están hechos, sólo tendrás una leve idea por la gracia del empaque.
Hagamos lo que los pepenadores, que sin reticencia y aun con asco no tienen más remedio que tomar con sus manos expertas la basura para transformarla en algo nuevo, no nada más hagamos como que no existe. 
Las lacras sociales son nuestro reflejo en el amplio espejo de nuestra hipocresía. Pues ninguno estamos limpios del todo. Y si tal me parece una basura, igual podrá tacharme otro respecto de su particular perspectiva.
Quien procesa la basura es más útil a la sociedad que quien simplemente la genera por "natural" discriminación amparada bajo el también natural derecho de elegir, o quien la mira con indiferencia. La basura no es equivocación de sí misma, sino di/versión de nosotros y, en el peor caso, el resultado de nuestras ocultas e inconfesables per/versiones.