Podredumbre humana

Alrededor del llevado y traído tema de Mamá Rosa, más que y además de ver moros con tranchete, exorcizar fantasmas morales so pretexto de probables comisiones de delito deberíamos atender el trasfondo de las circunstancias de miseria y mezquindad con que tratamos todos a los migrantes, a los reos, a los ancianos, a los huérfanos, a los discapacitados, a los enfermos mentales, a los animales.

No por ser historias de horror y vergüenza asaz conocidas deben de redundar en la indiferencia de todos nosotros. Las condiciones de insalubridad, indigencia, promiscuidad (entiéndase lo que es: hacinamiento y lo que de él deriva) que imperan y describen nuestras cárceles y reclusorios (hágase la distinción), asilos, orfanatos, guarderías, internados, separos, "toritos", hospitales, clínicas, gasolineras y muchos otros sitios, unos más visibles que otros, públicos y privados, donde se coleccionan las consecuencias de la necesidad, la pobreza y la corrupción rayan francamente en la más grosera de las porquerías que humanamente podemos realizar.

Gobiernos van y vienen, generaciones van y vienen y seguimos leyendo, escuchando, viendo, olfateando, atestiguando la mendicidad, así la de la calle como la que se suscita entre las paredes de lugares hechos en principio con la intención de ayudar pero que, por causa de los mezquinos, requieren aún más de auxilio que los socorridos.

Que se dan abusos. Cierto. Y cierto es que no en todos los casos, aunque digan que en todos lados se cuecen habas.

En vez de dedicarnos a santiguar y darnos golpes de pecho y arrancarnos las vestiduras y señalar con dedo flamígero culpables a diestra y siniestra y espantarnos por lo que aparente o evidentemente puede estar sucediendo en lugares así, mejor deberíamos poner el remedio y hacer que la dignidad humana cobre carta cabal, una carta que no se escribe solo por afán caritativo o determinación de los ogros filantrópicos,  ni con el tizón de la ardiente justicia moralina, sino con la pluma de la conciencia de estar construyendo los cimientos de un mañana donde los únicos deportados de la existencia sean el sentimiento de abandono, la dejadez, las reservas discriminadoras, los prejuicios.

Ignoro todo lo relativo a Mamá Rosa, fuera de lo publicado recientemente y que se encuentra en el atril para disfrute de los oradores más disímbolos. Por ello, era de la opinión como lo sigo siendo, de que más pronto cae un hablador que un cojo. Habrá que ver en casos como este quién es más hablador, quiénes han salido a la defensa o los acusadores, porque me parece que el cojo ya va siendo desde siempre nuestra ínclita sociedad.

P.D.: Comulgo con la afirmación que escribe al final de su colaboración semanal en el diario El Universal (mi antigua casa) la periodista y colega Denise Maerker:

Ninguna explicación puede ni debe servir de justificación. Cada responsabilidad tiene que ser atribuida y asumida en lo individual. Pero el contexto importa si no queremos caer en juicios fáciles.

Humano, demasiado humano

Esta meditación no tratará sobre el libro de Friederich Nietzsche intitulado del mismo modo, ni será un resumen de su filosofía, aunque de alguna manera está inspirada en ambas cosas. Más bien la detonaron las noticias recientes (que se apetecen tan antiguas por repetitivas) sobre lo sucedido en Israel (como podría y ha sucedido en tantos lados más en la historia), y contribuyeron los comentarios de ciertos contactos en la red social Facebook.

Elena Estrello comenta en alguna publicación compartida por Mireya Maldonado:

"No me gusta hablar de Dios en las redes pero es cuando me pregunto...¿Dónde estás?"

Permítanme responder, sin ánimo de ofender a nadie, creyente o no, que en circunstancias como estas, más frecuentes de lo que quisiéramos Dios es como la Puerta de Alcalá: ahí está, ahí está, viendo pasar el tiempo.


El problema no es dónde está Dios, sino qué hacemos los hombres en la construcción de ese tiempo que nosotros y solo nosotros podemos controlar por ser consecuencia de nuestra voluntad. El odio interracial, intergenérico, entre credos, naciones, es de lo más humano que tenemos.  Nos resulta muy cómodo, en la impotencia, desear que venga una mano sobrenatural y nos tome de los cojones para devolvernos al redil, cuando ha sido decisión nuestra y de nadie más seguir la senda del bien, del mal o de la mediocridad, soñando con aspirar a la excelencia en cualquiera de esas tres opciones.

La respuesta a lo execrable de nuestros actos sólo puede provenir de dos fuentes: nuestra conciencia arrepentida y nuestra disposición al perdón. Mientras eso no suceda o siga dándose de manera eventual, efímera e hipócrita, seguiremos siendo tan irracionales como esos otros animales a los que pretendemos defender de nosotros mismos y nuestra crueldad.

Para hacer un parangón, el problema no es la fiesta brava, no lo es el circo, no lo es la experimentación científica; lo doloroso no es la sangre y los bufidos del burel, no lo es las risas a costa de la domesticación y el maltrato, no lo es el sufrimiento en aras de conocer lo que nos puede hacer más sanos, fuertes, inteligentes, capaces. El problema es la actitud con la cual afrontamos las consecuencias de nuestros actos. No se trata de prohibir la tauromaquia o el circo o la experimentación científica, sino de transformar esas actividades con responsabilidad, y eso implica transformarnos nosotros esencial más que sustancialmente.

Dicho esto...

A veces me da tanto asco ser humano... Pero de esto estoy hecho, del humus de una conciencia que entiendo y supongo divina, y de la cual, por lo mismo de mi origen metafísico, obtengo lo magnifico y lo deleznable que soy. En tanto lodo, en mí puede germinar la belleza, la vida; pero también en mí se gesta la podredumbre de la existencia y que hace posible que esa misma vida florezca y resulte sublime. Soy la encarnación de los contrastes, Eros y Tanathós me constituyen. A veces me maravilla tanto ser humano...

Como dicen...

 

Francisco Arias Solís,
perdona a tus enemigos.
―No puedo― dijo el tirano
al morir―, ya no los tengo:
a todos los he matado.
Yo puedo decir lo mismo:
que no puedo perdonarlos
porque no tengo enemigos:
a todos los he olvidado.

Este poema "Tolerancia" escrito por el español José Bergamín (1895-1983) me ha puesto a reflexionar... ¿Alguna vez en la vida he tenido enemigos? He tenido opositores, detractores incluso; estos, algunos muy cercanos, muy proclives a proscribirme a la menor provocación, al menor indicio de vergüenza ajena, los tengo muy presentes y brotan como liquen tras la humedad de mis palabras sembradas de melancolía, cuando no de amor o de rabia; o como polvo disfrazado de silencio bajo la yesca, mimética posibilidad de ardores encendidos por la envidia cuando no por la admiración o el deseo de ser lo que no son: Yo mirándose en una mirada que mira a la mirada que se mira siendo mirada, verde espejo recurrente constructor de verdes laberintos de verdes ideas de verdes ayeres de verdes mañanas.

¿Enemigos? Dicen que, por cada amigo, un hombre tiene en la vida el doble o triple de enemigos. Mis amigos, esos que se cuentan con la punta de los dedos de una mano son tan pocos (o he sido tan ciego para verlos) y están unos tan lejos… Como si mis manos hubieran sido mutiladas por el ánimo secuestrador de algún halcón llegado desde las alturas de la conciencia. Si tengo enemigos, deben estar ocultos entre la maleza del sueño, quizá se han sumado a las sombras tristes de lo ido y desde ahí, en la madriguera de la falsedad acechan a que se llegue el momento de mi último suspiro para desgarrar esta piel aún no tocada por la caricia de tus ojos verdes.

Si tengo quien desee mi muerte, mi mala fortuna, no lo conozco... aún; creo. O quizá le perdoné sin siquiera haber tenido motivo para el perdón, el rencor, el olvido o la amargura. Tal vez yo mismo estoy en la lista de ciertas personas como enemigo privado o público, amenaza a la tranquilidad de sus despropósitos y les resulto poco más que ominosa advertencia de algo que ni yo mismo imagino.

Debe ser de alguna manera grato tener al menos un enemigo mío, exclusivo. Pienso que, aunque monserga, sería una forma de no saberme tan solo, pues en algún lado habría alguien, una némesis preocupándose de cada uno de mis pasos con sus huellas, sus impulsos, avances y estaciones.

Quisiera que cada musa fuera una enemiga, porque así tendría pretexto para combatirlas cuerpo a cuerpo, una a una; para penetrarlas inmisericordemente con mi pluma hasta inflamar su entraña, infectarla con el germen de la insolencia de hacerlas saberse amadas sin remedio. Pero las musas eso son, al menos mientras no se hacen presentes cual carne sobre mi carne, sal ungiendo mis ansias, voz consoladora de mis noches y días. Y yo, no digamos Zeus, ni a Orfeo llego.

Me miro al espejo y supongo, como dicen otros, hallar al más cruento contrincante que me soy yo mismo. Gesticulo con coraje y tratando de expresar odio auto infligido y acabo riendo, reconciliado con el Pantagruel determinado a hacer de mí ridícula onda en la mar del tiempo.

No obstante lo meditado, no presuma el lector de esto que ando en busca de un enemigo a fuerza. Si he de tenerlo, ha de ser por mérito propio. Porque eso de ser centro de aborrecimiento condescendiente o gratuito, como que no va conmigo tampoco.

Si del amor al odio, como dicen, hay un paso, dalo genuinamente. Ámame con todo tu odio para luego odiarme con todo tu amor y entre tanto házmelo, a saber, por favor. Así como yo ahora he incrustado la cacofonía en la prosa, así, en medio del éxtasis sensual, murmura a mi oído: «te detesto, corazón»; y quédate a mi lado para siempre y nunca jamás.