LEYES DEL QUERER


Las Leyes del Querer es un libro recientemente publicado y que viene a sumarse a la ya larga bibliografía del prolífico Carlos Monsiváis, septuagenario periodista, escritor, crítico, cinéfilo y mexicano --entre otras monerías. En este volumen editado por la firma Aguilar, Monsiváis concentra su atención en uno de los personajes emblemáticos, mitológicos de la filmografía mexicana y mundial, Pedro Infante, el entrañable Pedrito, Pepe "El Toro". Aún no lo he leído, sólo he recibido la publicidad mediante el correo electrónico. Es bueno revisar el spam, porque en ocasiones se encuentra uno con cosas llamativas y que vale la pena comentar. Por supuesto, el spam debe ser leído siempre con reserva y precaución, a ojo de pájaro y sin clicar en nada que pudiere provocar que se contraiga un virus o permita la entrada de otros bichos informáticos capaces de extraer la información del ordenador o cosas peores. Hay spam que uno pudo haber solicitado en algún momento como consecuencia de andar de metiche y curioso entre sitios, redes y demás recovecos de la Internet, pero luego uno ya no se acuerda de haber visitado tal o cual página y registrarse como usuario. Hay otro que ni siquiera es solicitado. Uno y otro son como los volantes y la folletería que viene en el correo regular, junto al estado de cuenta bancario o en el que se ofrecen servicios diversos de los comercios aledaños al domicilio. Aunque tan odiosa a veces como el "correo basura" (otra forma de nombrar al "correo directo", la estrategia mercadológica que supone el spam igualmente cumple con una función básica: hacernos partícipes de que en algún lugar y de algún modo, alguien tiene lo que uno busca, alguien busca lo que uno tiene, dicho sea parafraseando el eslogan publicitario de Mercado Libre. Si en este caso el spam (sólo una especie de correo publicitario que se distingue del tramposo dedicado al phishing y otras menudencias de dudosa calaña) me pone a la vista una obra edificante, los resultados de un estudio estadístico, mañana quizá me quiera ver la cara invitándome a participar de aparentes negocios millonarios, a formar cadenas de oración (como aquellas en las que uno depositaba una monedita y tenía que circular entre los vecinos, en cuyo caso contario atraía la maldición o por lo menos la indiferencia de tal o cual santo). Lo destacable es que ahora estoy ofreciendo este espacio no tanto para comentar un libro que aún no he leído, o para hacer el elogio respectivo de la lectura del correo directo, como para invitar aquellos que generan spam a que tomen en cuenta que aquí podríamos comentar sus anuncios, para bien o para mal. No por lo que contienen, sino por lo que conllevan. Quien sabe, tal vez mañana Editorial Aguilar me contacte y diga, "oiga, le mando tal libro para que lo lea y lo comente" (una suerte de pago en especie). O quizá ofrezca, "oiga, por una iguala mensual muy muy módica le mando libro y publicidad para sostener su espacio y promovernos y apoyarnos mutuamente". O puede ser que no ocurra nada. Tú, estimado lector que has tenido a bien seguir una o más de las entregas aquí expuestas, comprenderías que el Elogio de la Lectura también pasa por el Elogio de los Tiempos, y que la época actual requiere de la correcta y honesta interpretación (corrección y certeza no necesariamente van de la mano) de los acontecimientos y cosas que se ofrecen consuetudinariamente a nuestros sentidos.

Recuerdos atropellados

Naucalpan, México, 18:20 hrs. Vengo de regreso de una de mis "habituales" caminatas vespertinas. Sé que debería hacer ejercicio más seguido, pero entre la desidia y la inseguridad, lo que menos pretendo es hacerme suficientemente predecible. Por supuesto que dentro de casa hago lo necesario para medio mantenerme en forma, tanto en lo dietético como en lo físico. No tengo el mejor cuerpo, pero creo no estar tan tirado a la calle, al menos para el gusto de mi Yo y quizá de algunas terceras personas. Que podría estar mejor, no lo niego, pero eso requiere determinados esfuerzos y gastos que no estoy con ánimos o con posibilidades de aplicar.

Vengo andando la avenida, discutiendo conmigo sobre mis inquietudes, mis problemas, mis proyectos, dándome ánimos frente a la adversidad a la que el mundo orilla hoy, buscando en mi interior las claves de mi existencia, la razón de ser de mi misión en la vida, los motivos para creer en mí, refrenando el paso al que obliga la bajada cuando repentinamente escucho no muy lejos un golpe sordo y un chillido. Enseguida un ¡NO! desgarrador. Me quedo congelado, viendo cómo el chillido se repite una, dos, tres veces mientras bajo el chasis de un automóvil blanco que circula a toda velocidad a pesar del tope que debió pasar previamente para aminorar su ritmo, bajo la sombra ominosa del progreso tecnológico y la indiferencia humana, un pequeño perro, un cocker spaniel color canela, rebota literalmente como pelota, como aquellas pelotas que llegué a perder y perseguir en mi infancia.

Un instante y toda una vida
18:21 hrs. La imagen que llega inmediatamente a mi cabeza luego de esos segundos de angustia pronta es la de mis queridas mascotas: Milka, una tierna Brittany spaniel con pedigrí, particolor, que murió anciana hace dos años; mi gran compañera, con la que estoy cierto que en alguna vida anterior o por venir (si he de creer en el código de la Bilblia) fuimos o seremos algo más que simple amo y bestia. Su madre, Candy (cocker spaniel canela), murió en 2002; siempre tendré la duda si a consecuencia de un tumor canceroso (cabía muchas posibilidades de ello) o por una picadura de alacrán (ya que por entonces comenzó a suscitarse una plaga de alacranes en el Distrito Federal y la zona conurbada. Ambas murieron entre mis brazos, plácidamente por gracia de la eutanasia, que a mi corazón y mis recuerdos no puedo aplicar para sanar la herida. Estas dos criaturas tuvieron la importancia semántica de equivaler a extensiones de otros dos amores dejados en el tiempo y sobre los que he escrito en otra parte. Estos mismos amores conocieron en su momento a Milki, mi Collie blanco con café, el cual murió viejo, en realidad no sé de qué ni cómo, un buen día le salió una bola inmensa en el ano que le impedía orinar y defecar; fui a la universidad y al regreso, con tacto, frío tacto, mi padre me dio la noticia del fallecimiento de la mascota con la que crecí. No supe cómo reaccionar, me quedé impávido. Se lo incineró, creo...

Milki un día se salió de la casa por descuido de mi padre, quien dejó la puerta abierta. Estuvo perdido varios días hasta que un buen vecino lo recogió luego de atropellarlo y lo llevó al médico veterinario, el único a la sazón en la zona y por lo mismo el médico de planta de Milki y luego de todas mis mascotas. Como consecuencia Milki vivió el resto de su vida con un tendón de la pata derecha trasera afectado, podía apoyar la pata y correr, pero estando en reposo, la encogía de modo que sólo la punta tocaba el suelo. Esa pose le daba una elegancia y un estilo sin igual. No faltaba quienes se burlaban diciendo que tenía un perro bailarín o, con peor sorna, maricón, afeminado. Y como años más tarde al querer cruzarlo descubrimos que sólo tenía un solo testículo, pues peor le fue en la boca de los maledicentes, propios o extraños.

Con Milki me creció un terrible sentimiento de culpa. No supe defenderlo, no me dejaron defenderlo a causa de mi edad. Siendo un perro tan alegre y bien portado, jamás pudo entrar a la casa más allá del quicio de la puerta. Toda su vida la pasó slo en el jardín. Yo lo sacaba a pasear y jugaba con él, pero cuando me daban permiso, excepto en mi adolescencia cuando ya tenía yo un poco más de uso de razón y responsabilidad. Crecí con esa consigna y, ya siendo adulto, cuando recibí la noticia de su deceso, el tren de imágenes de un amo mal agradecido por los momentos dichosos cruzó mi mente y aún lo hace.

Perdóname, Milki. No supe amarte como merecías. Recordaré cuando jugábamos futbol y me tacleabas metiéndome la pata en plena carrera para quitarme el balón. Recordaré tu mirada vibrante.
La experiencia hizo que con mis lindas Candy y Milka tratara de que las cosas fueran diferentes. Y lo fueron, aunque aún con mis defectos humanos pesando mucho.

Claro que hubo otros amigos: German, un perro casi otentote policía; Hasley, mi primer cocker, muy malgeniudo, era adoptado y le costó trabajo adaptarse y en casa no se le tuvo la paciencia requerida; y Pingo, un cachorro pastor alemán inteligentísimo, que temía a mi padre, quien lo despidió de mal modo sólo por orinarse en la cortina cuando todavía no recibía su primera educación. Con este confirmé por primera vez la nobleza de que son capaces los perros como mascotas, pues a pesar de haberle pegado en la cabeza con un martillo real pero de juguete --porque me estaba interrumpiendo en el disfrute del juego de carpintero que me trajeron los reyes magos--, luego de chillar, Pingo me procuró y cuidó como su más preciado tesoro, sin rencor.

Nobleza obliga
18:23 hrs. La memoria de mis mascotas en un santiamén propició que un instante viera en cámara lenta lo que siguió. La fámula que ordena a la niña dueña del can quedarse en la banqueta corre de inmediato al punto donde yace la criatura, exclama desesperada "¡Te dije que no lo soltaras!". En la esquina, clavada por el susto, la pequeña con el rostro desencajado y un inaguantable sentimiento de culpa por el efecto de su desobediencia. Inexperta, confiada no midió el carácter de su mascota que, como es frecuente y como todas las mascotas, al saberse liberadas de la tensión de la correa pegan la carrera, juguetonas y curiosas, con una sola finalidad: desahogar la energía que acumulan en el encierro del hogar. Por fortuna la niña no salió destapada tras el perrito, porque ahora estaríamos lamentando una doble pérdida. A ojos de algunos, una más terrible y dolorosa que la otra (dejo al criterio del lector cuál es la una y cuál la otra).

18:25 hrs. Me acerco. La niña, al verme cruzar la calle siente seguridad de que no viene automóvil que la ponga en riesgo. Llega detrás de mí. El perrito, que hace un momento intentó volverse sobre su espalda, respira agitado. Segundos después lo toco. La muchacha acompañante de la niña, impresionada, llora de hinojos. El perro ha muerto aunque todavía está caliente.

18:26 hrs. Una providencial patrulla de tránsito aparece como de la nada y contribuye a cuidar que no seamos otros más los atropellados. Se presta para llevar el fiambre a algún veterinario. En el carril contrario, una joven muy guapa me pregunta por lo sucedido, también ofrece su vehículo para trasladar al fardo (me duele usar estas palabras, pero ya no había nada más). Una vecina pregunta a la niña dónde vive, conoce a su familia.

18:28 hrs. Los hermanos de la dulce niña de quizá nueve años de edad y ojos verdes (¿por qué en los momentos más importantes y significativos de mi vida hay unos ojos literal o metafóricamente verdes involucrados?); los hermanos, decía, llegan presurosos, preocupados. Luego de una breve disquisición sobre qué hacer con el cuerpo del amigo de la chiquita, el hermano mayor decide llevarlo a su casa y ver con calma qué se hará. Lo ayudo sosteniendo la cabeza, como hice con Candy y Milka, como hubiera querido hacer con Milki. Entramos en su cochera y lo depositamos con cuidado, como quien lleva una canasta de huevos.

Entre la culpa y la desdicha
18:30 hrs. Presentándome me despido del hermano mayor. Ofrezco mi ayuda en lo posible. Sé que tal vez no volveremos a coincidir si no es por arte de la casualidad. Me retiro. El rostro de la menor, sus lágrimas, su angustia me las llevo en el corazón a un lado de mi propio llanto, ahogado entre recuerdos. La comprendo como no tiene idea. Suplico al hermano que en su familia tengan cuidado de ella, que la tranquilicen y la hagan ver que la culpa es un asunto relativo, máxime en semejantes circunstancias.

Es duro recibir lecciones de la vida como esta a tan tierna edad. La dama de compañía también quedó afectada, pero ella podrá reponerse fácilmente, al fin este es un hecho que pasa todos los días, ¡y lo vemos con gran naturalidad! Perros pululan por nuestras calles. Al conductor, con intención o sin ella, sólo le basta centrar el objetivo y dejar que la física actúe por sí sola. Pero la consciencia tiene otros dictados. Ellos, son animales. Nosotros, nos creemos humanos. ¿Y los ojos llorosos de la niña? ¿Y su corazón acongojado? ¿Y las huellas en su memoria?

No hay un culpable en casos que, como este, no ocupan ni la esquina más perdida de los diarios. No hay denuncia, no hay orden persecutoria; ¡no hay crimen que juzgar excepto que de hoy en adelante, en los ojos verdes de nuestra dulce niña estará albergado el dolor del trauma? Su relación con los animales y los humanos será distinta, para bien o mal y esto porque, queriendo o no, todos, en nuestro fuero interno, somos culpables del accidente que sigue a la correa suelta.

Epílogo
Marzo 2 de 2009. Alrededor de las 17 horas. Hace un mes (30 días justos, contados desde el 30 de enero) que falleció mi madre. He salido a la calle para airearme un poco. Tomé el camino de costumbre, aunque la cabeza más embotada que normalmente y todo a causa del profundo dolor tras la enorme pérdida. Ando ensimismado, hablando conmigo, manoteando el aire. De pronto, dobla la esquina la niña de los ojitos verdes. No viene sola, la acompaña la fámula y la va jalando con enjundia un tierno cachorro de Shnauzer toy. Se aproximan a mí, me detengo para acariciar al perrito. Intercambio algunas palabras con la niña, ignoro si me recuerda desde el incidente narrado, tal vez sí, algo noto en sus hermosos ojos verdes (mi reflejo). La conmino a cuidar a su mascota. Por unos instantes su sonrisa se me ha contagiado. Apenas nos despedimos, luego de darle la espalda y dar el primer paso para encaminarme, el llanto callado pero incontrolable alcanza mi garganta y mis ojos. Pienso cuán afortunada es la niña, una mascota, aun cuando se antoja única, en la ingratitud humana o por la necesidad egoísta es sustituible. Una madre jamás. Desde ese encuentro y por más de 30 nuevos días, viviré hundido en una de las depresiones más hondas y largas de mi existencia.

PULITZER PARA DIGITALES


Los periodistas digitales ya pueden optar a los afamados Premios Pulitzer. A partir de ahora los trabajos publicados únicamente en medios on-line y que se presenten al certamen serán tomados en cuenta del mismo modo que los difundidos por medios impresos.
El Pulizter está considerado como el galardón más prestigioso al que puede optar un periodista y a partir de ahora los medios digitales y demás informativos que publiquen exclusivamente en la red podrán concursar en las catorce nominaciones de estos premios que preside la Universidad de Columbia.
El organizador de los Pulitzer, Sig Gissler, ha asegurado que "este es un paso importante hacia adelante, en un contexto en el que el periodismo on-line crece a velocidad trepidante".
Los premios empezaron a aceptar trabajos de las versiones digitales de algunos periódicos en 2006, pero no ha sido hasta ahora cuando por fin han abierto el paso a los medios que carecen de una versión de papel a las mismas categorías a las que optan el resto de los periódicos, aunque con algunas salvedades.
Las páginas web deberán actualizarse al menos una vez a la semana y deberán estar principalmente ocupadas en el desarrollo de noticias y reportajes propios, así como informar sobre la actualidad y las historias del día a día. Los medios que funcionen principalmente como agregadores de noticias con comentarios no serán elegidos, algo que según Gissler se examinará caso por caso. Los trabajos procedentes de revistas, televisiones o las páginas web de éstas seguirán estando excluidos de estos premios.
Joseph Pulitzer, que da nombre a los premios, fue un editor húngaro que compró la cabecera del New York World a finales del siglo XIX, un momento en el que el periódico estaba perdiendo dinero a espuertas. Giró el volante del rotativo hacia las historias humanas, sensacionalistas e impactantes convirtiendo su periódico en el de mayor difusión estadounidense del momento. Se le considera uno de los creadores de la llamada prensa amarilla y el principal precursor de la escuela periodística.
(Fuente: Boletín DirCom de Periodista Digital)