Recuerdos atropellados

diciembre 15, 2008 Santoñito Anacoreta 0 Comments

Naucalpan, México, 18:20 hrs. Vengo de regreso de una de mis "habituales" caminatas vespertinas. Sé que debería hacer ejercicio más seguido, pero entre la desidia y la inseguridad, lo que menos pretendo es hacerme suficientemente predecible. Por supuesto que dentro de casa hago lo necesario para medio mantenerme en forma, tanto en lo dietético como en lo físico. No tengo el mejor cuerpo, pero creo no estar tan tirado a la calle, al menos para el gusto de mi Yo y quizá de algunas terceras personas. Que podría estar mejor, no lo niego, pero eso requiere determinados esfuerzos y gastos que no estoy con ánimos o con posibilidades de aplicar.

Vengo andando la avenida, discutiendo conmigo sobre mis inquietudes, mis problemas, mis proyectos, dándome ánimos frente a la adversidad a la que el mundo orilla hoy, buscando en mi interior las claves de mi existencia, la razón de ser de mi misión en la vida, los motivos para creer en mí, refrenando el paso al que obliga la bajada cuando repentinamente escucho no muy lejos un golpe sordo y un chillido. Enseguida un ¡NO! desgarrador. Me quedo congelado, viendo cómo el chillido se repite una, dos, tres veces mientras bajo el chasis de un automóvil blanco que circula a toda velocidad a pesar del tope que debió pasar previamente para aminorar su ritmo, bajo la sombra ominosa del progreso tecnológico y la indiferencia humana, un pequeño perro, un cocker spaniel color canela, rebota literalmente como pelota, como aquellas pelotas que llegué a perder y perseguir en mi infancia.

Un instante y toda una vida
18:21 hrs. La imagen que llega inmediatamente a mi cabeza luego de esos segundos de angustia pronta es la de mis queridas mascotas: Milka, una tierna Brittany spaniel con pedigrí, particolor, que murió anciana hace dos años; mi gran compañera, con la que estoy cierto que en alguna vida anterior o por venir (si he de creer en el código de la Bilblia) fuimos o seremos algo más que simple amo y bestia. Su madre, Candy (cocker spaniel canela), murió en 2002; siempre tendré la duda si a consecuencia de un tumor canceroso (cabía muchas posibilidades de ello) o por una picadura de alacrán (ya que por entonces comenzó a suscitarse una plaga de alacranes en el Distrito Federal y la zona conurbada. Ambas murieron entre mis brazos, plácidamente por gracia de la eutanasia, que a mi corazón y mis recuerdos no puedo aplicar para sanar la herida. Estas dos criaturas tuvieron la importancia semántica de equivaler a extensiones de otros dos amores dejados en el tiempo y sobre los que he escrito en otra parte. Estos mismos amores conocieron en su momento a Milki, mi Collie blanco con café, el cual murió viejo, en realidad no sé de qué ni cómo, un buen día le salió una bola inmensa en el ano que le impedía orinar y defecar; fui a la universidad y al regreso, con tacto, frío tacto, mi padre me dio la noticia del fallecimiento de la mascota con la que crecí. No supe cómo reaccionar, me quedé impávido. Se lo incineró, creo...

Milki un día se salió de la casa por descuido de mi padre, quien dejó la puerta abierta. Estuvo perdido varios días hasta que un buen vecino lo recogió luego de atropellarlo y lo llevó al médico veterinario, el único a la sazón en la zona y por lo mismo el médico de planta de Milki y luego de todas mis mascotas. Como consecuencia Milki vivió el resto de su vida con un tendón de la pata derecha trasera afectado, podía apoyar la pata y correr, pero estando en reposo, la encogía de modo que sólo la punta tocaba el suelo. Esa pose le daba una elegancia y un estilo sin igual. No faltaba quienes se burlaban diciendo que tenía un perro bailarín o, con peor sorna, maricón, afeminado. Y como años más tarde al querer cruzarlo descubrimos que sólo tenía un solo testículo, pues peor le fue en la boca de los maledicentes, propios o extraños.

Con Milki me creció un terrible sentimiento de culpa. No supe defenderlo, no me dejaron defenderlo a causa de mi edad. Siendo un perro tan alegre y bien portado, jamás pudo entrar a la casa más allá del quicio de la puerta. Toda su vida la pasó slo en el jardín. Yo lo sacaba a pasear y jugaba con él, pero cuando me daban permiso, excepto en mi adolescencia cuando ya tenía yo un poco más de uso de razón y responsabilidad. Crecí con esa consigna y, ya siendo adulto, cuando recibí la noticia de su deceso, el tren de imágenes de un amo mal agradecido por los momentos dichosos cruzó mi mente y aún lo hace.

Perdóname, Milki. No supe amarte como merecías. Recordaré cuando jugábamos futbol y me tacleabas metiéndome la pata en plena carrera para quitarme el balón. Recordaré tu mirada vibrante.
La experiencia hizo que con mis lindas Candy y Milka tratara de que las cosas fueran diferentes. Y lo fueron, aunque aún con mis defectos humanos pesando mucho.

Claro que hubo otros amigos: German, un perro casi otentote policía; Hasley, mi primer cocker, muy malgeniudo, era adoptado y le costó trabajo adaptarse y en casa no se le tuvo la paciencia requerida; y Pingo, un cachorro pastor alemán inteligentísimo, que temía a mi padre, quien lo despidió de mal modo sólo por orinarse en la cortina cuando todavía no recibía su primera educación. Con este confirmé por primera vez la nobleza de que son capaces los perros como mascotas, pues a pesar de haberle pegado en la cabeza con un martillo real pero de juguete --porque me estaba interrumpiendo en el disfrute del juego de carpintero que me trajeron los reyes magos--, luego de chillar, Pingo me procuró y cuidó como su más preciado tesoro, sin rencor.

Nobleza obliga
18:23 hrs. La memoria de mis mascotas en un santiamén propició que un instante viera en cámara lenta lo que siguió. La fámula que ordena a la niña dueña del can quedarse en la banqueta corre de inmediato al punto donde yace la criatura, exclama desesperada "¡Te dije que no lo soltaras!". En la esquina, clavada por el susto, la pequeña con el rostro desencajado y un inaguantable sentimiento de culpa por el efecto de su desobediencia. Inexperta, confiada no midió el carácter de su mascota que, como es frecuente y como todas las mascotas, al saberse liberadas de la tensión de la correa pegan la carrera, juguetonas y curiosas, con una sola finalidad: desahogar la energía que acumulan en el encierro del hogar. Por fortuna la niña no salió destapada tras el perrito, porque ahora estaríamos lamentando una doble pérdida. A ojos de algunos, una más terrible y dolorosa que la otra (dejo al criterio del lector cuál es la una y cuál la otra).

18:25 hrs. Me acerco. La niña, al verme cruzar la calle siente seguridad de que no viene automóvil que la ponga en riesgo. Llega detrás de mí. El perrito, que hace un momento intentó volverse sobre su espalda, respira agitado. Segundos después lo toco. La muchacha acompañante de la niña, impresionada, llora de hinojos. El perro ha muerto aunque todavía está caliente.

18:26 hrs. Una providencial patrulla de tránsito aparece como de la nada y contribuye a cuidar que no seamos otros más los atropellados. Se presta para llevar el fiambre a algún veterinario. En el carril contrario, una joven muy guapa me pregunta por lo sucedido, también ofrece su vehículo para trasladar al fardo (me duele usar estas palabras, pero ya no había nada más). Una vecina pregunta a la niña dónde vive, conoce a su familia.

18:28 hrs. Los hermanos de la dulce niña de quizá nueve años de edad y ojos verdes (¿por qué en los momentos más importantes y significativos de mi vida hay unos ojos literal o metafóricamente verdes involucrados?); los hermanos, decía, llegan presurosos, preocupados. Luego de una breve disquisición sobre qué hacer con el cuerpo del amigo de la chiquita, el hermano mayor decide llevarlo a su casa y ver con calma qué se hará. Lo ayudo sosteniendo la cabeza, como hice con Candy y Milka, como hubiera querido hacer con Milki. Entramos en su cochera y lo depositamos con cuidado, como quien lleva una canasta de huevos.

Entre la culpa y la desdicha
18:30 hrs. Presentándome me despido del hermano mayor. Ofrezco mi ayuda en lo posible. Sé que tal vez no volveremos a coincidir si no es por arte de la casualidad. Me retiro. El rostro de la menor, sus lágrimas, su angustia me las llevo en el corazón a un lado de mi propio llanto, ahogado entre recuerdos. La comprendo como no tiene idea. Suplico al hermano que en su familia tengan cuidado de ella, que la tranquilicen y la hagan ver que la culpa es un asunto relativo, máxime en semejantes circunstancias.

Es duro recibir lecciones de la vida como esta a tan tierna edad. La dama de compañía también quedó afectada, pero ella podrá reponerse fácilmente, al fin este es un hecho que pasa todos los días, ¡y lo vemos con gran naturalidad! Perros pululan por nuestras calles. Al conductor, con intención o sin ella, sólo le basta centrar el objetivo y dejar que la física actúe por sí sola. Pero la consciencia tiene otros dictados. Ellos, son animales. Nosotros, nos creemos humanos. ¿Y los ojos llorosos de la niña? ¿Y su corazón acongojado? ¿Y las huellas en su memoria?

No hay un culpable en casos que, como este, no ocupan ni la esquina más perdida de los diarios. No hay denuncia, no hay orden persecutoria; ¡no hay crimen que juzgar excepto que de hoy en adelante, en los ojos verdes de nuestra dulce niña estará albergado el dolor del trauma? Su relación con los animales y los humanos será distinta, para bien o mal y esto porque, queriendo o no, todos, en nuestro fuero interno, somos culpables del accidente que sigue a la correa suelta.

Epílogo
Marzo 2 de 2009. Alrededor de las 17 horas. Hace un mes (30 días justos, contados desde el 30 de enero) que falleció mi madre. He salido a la calle para airearme un poco. Tomé el camino de costumbre, aunque la cabeza más embotada que normalmente y todo a causa del profundo dolor tras la enorme pérdida. Ando ensimismado, hablando conmigo, manoteando el aire. De pronto, dobla la esquina la niña de los ojitos verdes. No viene sola, la acompaña la fámula y la va jalando con enjundia un tierno cachorro de Shnauzer toy. Se aproximan a mí, me detengo para acariciar al perrito. Intercambio algunas palabras con la niña, ignoro si me recuerda desde el incidente narrado, tal vez sí, algo noto en sus hermosos ojos verdes (mi reflejo). La conmino a cuidar a su mascota. Por unos instantes su sonrisa se me ha contagiado. Apenas nos despedimos, luego de darle la espalda y dar el primer paso para encaminarme, el llanto callado pero incontrolable alcanza mi garganta y mis ojos. Pienso cuán afortunada es la niña, una mascota, aun cuando se antoja única, en la ingratitud humana o por la necesidad egoísta es sustituible. Una madre jamás. Desde ese encuentro y por más de 30 nuevos días, viviré hundido en una de las depresiones más hondas y largas de mi existencia.

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