Ofrenda ingenua
A veces quiero creer que hay alguien que vela por mis sueños y mis anhelos, que se adelanta a mis pensamientos y me protege y me cuida. No se trata de una divinidad ni de un ser mágico. Lo imagino un ser humano como yo, pero omnipotente, omnisciente, capaz de propiciar que las cosas ocurran, que las ideas se materialicen; sobre todo las mías. Es quien impide que caiga más hondo o me eleve demasiado. Aunque también, como no se deja ver, me hace sentir frustrado en mis esfuerzos y en mis intentos por agradecerle los frutos en potencia de mis talentos.
Cuando menos lo espero, encuentro que algún plan o concepto cobra vida pero en otras personas, otras conciencias, otros ámbitos. Si se me ocurre una situación, esta le sucede a algún conocido o quizás a otra persona pero, de todos modos y tarde o temprano, me entero del hecho y siento agrado y envidia. Gusto, porque hube de tener la visión; envidia, porque por alguna razón no se concretó por mí o desde mí.
En casos así me digo que no me ocurre precisamente pues lo que me guarda evita riesgos o traumas innecesarios, por eso destina o desvía el triunfo y la fama anhelados a los otros, trasladando a mí no los sinsabores sino sólo la zafia satisfacción de haber contribuido con mi sueño a la consolidación ajena y al logro del equilibrio universal. Cada quien tiene lo que debe, y no siempre lo que puede o quiere.
A veces me encuentro con amigos, colegas, familiares y, tras confesarles mis sueños, veo luego que estos se desarrollan de alguna manera en ellos o por ellos, como en una suerte de ofrenda a nuestra relación. Pero entonces me siento defraudado. ¿Por qué no se me permite experimentar el anhelo y sólo se me muestran los alcances del afán?
No cabe duda que hay fuerzas misteriosas que jamás comprenderé. Una de ellas es la fuerza de la ingenuidad.
Cuando menos lo espero, encuentro que algún plan o concepto cobra vida pero en otras personas, otras conciencias, otros ámbitos. Si se me ocurre una situación, esta le sucede a algún conocido o quizás a otra persona pero, de todos modos y tarde o temprano, me entero del hecho y siento agrado y envidia. Gusto, porque hube de tener la visión; envidia, porque por alguna razón no se concretó por mí o desde mí.
En casos así me digo que no me ocurre precisamente pues lo que me guarda evita riesgos o traumas innecesarios, por eso destina o desvía el triunfo y la fama anhelados a los otros, trasladando a mí no los sinsabores sino sólo la zafia satisfacción de haber contribuido con mi sueño a la consolidación ajena y al logro del equilibrio universal. Cada quien tiene lo que debe, y no siempre lo que puede o quiere.
A veces me encuentro con amigos, colegas, familiares y, tras confesarles mis sueños, veo luego que estos se desarrollan de alguna manera en ellos o por ellos, como en una suerte de ofrenda a nuestra relación. Pero entonces me siento defraudado. ¿Por qué no se me permite experimentar el anhelo y sólo se me muestran los alcances del afán?
No cabe duda que hay fuerzas misteriosas que jamás comprenderé. Una de ellas es la fuerza de la ingenuidad.
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