Natural congruencia
Hemos idealizado tanto a la infancia que se nos olvida que como con cualquier especie animal está sujeta a los instintos y queremos darles características y raciocinio adultos cuando para ellos muchas cosas, a veces incluso el delito, son consecuencia de la "natural" irresponsabilidad del juego. No pequemos de naif y recordémonos cómo éramos de niños.
Nos espanta y duele la crueldad o estupidez de muchos adultos, pero hay que ver (como consta en muchas fuentes) la crueldad tan terrible que, jugando, pueden cometer los niños. Pero a los adultos nos es más fácil mirarlos como puros e inocentes y culpar a la sociedad adulta, a los profesores, a los padres, a las instituciones; demandar, exigir atención a lo que, primeramente, no atendemos ni observamos para "refrenar" y "canalizar" en nuestros hijos y cosijos.
Nos espantan los juegos violentos, los que incluyen armas y olvidamos que la explicación antropológica del juego es simple: es una preparación para las expectativas de la vida adulta: jugar al doctor, al maestro, al guerrillero o soldado, a ladrones y policías, al constructor, incluso el fútbol soccer y el americano y el ruggby tienen su razón de ser (no me crean a mí si soy nadie, lean mejor a McLuhan y otros más reconocidos) en la idea de la guerra vuelta metáfora civilizatoria; el box y sus variantes y las artes marciales y la esgrima son modos de volver "civilizada" la agresividad contra uno y el otro, unas maneras revestidas de normas, de políticas, otras de credos, filosofías, metafísica.
Queremos culpar a esos instrumentos de distorsionar, torcer la mente de nuestros infantes para pervertirlos, cuando esa perversión ya es parte de nosotros, con o sin juegos de vídeo o filmes. El acoso escolar no necesitaba de Internet para dimensionarse como ahora lo sobre dimensionamos los adultos. Ocurría con la misma terrible gravedad en siglos pasados, pero no se sabía en el orbe, nomás en el pequeño pero suficiente mundo de los allegados a la víctima.
Y digo suficiente porque bastaba que la niña de mis ojos me supiera, digamos, cobarde para defenderme de los cábulas gañanes, para que me sintiera un pusilánime con ganas de quitarme la vida, por ejemplo, o incidir en mi desarrollo ulterior hasta hacerme quien soy.
Quisiéramos que los juegos de vídeo y los programas de TV y el cine y los cómics fueran más "edificantes". ¿En qué modo? ¿Del modo que al final de cuentas no ocurren las cosas en la vida? La vida no es color de rosa y no es la más excitante aventura. Los juegos, el mito y los ritos de diversa índole tienen su función clara: proveer de una proyección de las expectativas de la vida y la existencia, preparar al futuro "guerrero", "sacerdote", al "oficial" (especialista en algún oficio), al "profesionista", a la "madre", la "esposa", etcétera para desempeñarse con relativo éxito en una lucha cotidiana donde, a querer o no, Darwin tenía razón y sobrevive el más fuerte o por lo menos el que no es tan torpe o deficiente.
La aventura de ir al Mundial es equivalente a un mito de transición, en el que un pueblo entero adolescente, espera mediante enfrentar enemigos y dificultades, pasar las pruebas que le permitan trascender a un estado mayor en el reconocimiento propio, generacional y general. Pero ya quiero ver con las primeras fallas mínimas cómo esos mismos que se escandalizan del "bullying" lo pondrán en práctica en contra de la selección o de algunos seleccionados así en Twitter como en los periódicos o las pláticas de café.
Ante esta cruda realidad sólo me resta solicitar: congruencia señoras y señores; que sin congruencia no hay sentido común que valga.
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