Esos que se van sin decir ¡hola!
Gabo Ferro, cantautor argentino |
EL PERIODISMO en general tiende a ser o sobrepreciado o despreciado. El periodismo y los periodistas en general no conocemos medias tintas por lo que toca al juicio social acerca de nuestro trabajo, aunque haya colegas —quizá yo mismo— que nos desempeñamos en la raya de la pusilanimidad, de la medianía, que también tenemos nuestros fantasmas y esqueletos en el clóset, pecados inconfesables, desmemoria o ignorancia parcelaria sobre ciertos tópicos.
Igual ocurre con los géneros del periodismo. Tal vez el más despreciado y despreciable es el que engloba a las esquelas, obituarios y necrológicas. Los primeros dos más emparentados con los boletines y tableros de anuncios, la publicidad y las relaciones públicas para informar sensiblemente acerca de la postura personal u organizacional que una firma, grupo o personas tienen respecto del deceso de un familiar, socio o allegado.
El tercer tipo, sin embargo, es a veces el más temido y despreciado incluso por los mismos periodistas. Pues, con su tendencia y carácter biografico fuerza al que es lego sobre la vida y obra de algún individuo, público o privado, a escarbar en la ropa sucia ajena para extraer lo que puede significar una ofrenda para el fallecido y sus simpatizantes, pero una afrenta a la íntima consciencia ya sea esta ignorante del tópico o, peor, cuando esta contrasta la personal admiración con la soterrada envidia, la que llama a azoro tras el descubrimiento de los talentos deseados o soslayados para uno mismo.
Las necrológicas son una mezcla entre oficio de enterrador y afán coleccionista. En un determinado momento, los periódicos empiezan a acumular los datos relativos a la vida y obra de alguien cuando se estima que puede estar próximo su fin en la existencia. Aunque también hay ocasiones cuando el acopio debe darse ipso facto, apenas se conoce el fallecimiento y es entonces cuando la pericia periodística se contrasta con la negligencia.
Hay algo mórbido en esta tarea y eso empata al periodista que borda una nota semejante, lo acerca al tabú funerario del forense que, en algunas culturas, por el solo hecho de hacer de la muerte su fuente de ingreso y sostén, el solo contacto con el fiambre lo inviste de un aura fría y oscura, detestable, especie de coraza pulida en la que, tarde o temprano, cada uno de nosotros ve su reflejo caduco. A nadie le gusta que otros le sorrajen en la nariz la mierda que uno es en un ejercicio de escatología moral.
La nota, el reportaje, la crónica o el artículo necrológicos son una mortaja adelantada o tardía. Son tanatología aplicada y el periodista que la lleva a efecto se vuelve, así sea por el tiempo dedicado a las líneas, en un embalsamador que busca no nada más embellecer al cadáver referido —que puede ser el mismo texto a los ojos de los lectores venideros— para hacerlo parecer tan vivo y rozagante como en vida, sino presentable ante los que le antecedieron en su partida a otra dimensión.
En tanto embalsamador, el redactor de necrológicas, casi biógrafo, aspirante a novelista, poeta mundano con especialidad en aforismos y epitafios ha de tener entonces cuidado con cada palabra, con cada adjetivo y adverbio, con cada golpe del cincel en que su pluma se convierte sobre la lápida de papel o la pantalla del computador, evitando la melladura. Andar la tenue línea de lo no dicho como el equilibrista sobre la cuerda floja; hacer música que enaltezca en la melancolía al ido, como ese violinista en el tejado que llora la partida y la diáspora con notas plenas de esperanza fundada en lo que queda. Y esto sucede lo mismo al que escribe de política y sobre políticos que al que enfoca su atención en las formas de las nubes.
Pero, ¿a qué viene toda esta reflexión? Porque con los artistas y los poetas nos sucede algo similar y, aunque en el panteón se nos cuelguen coronas de flores y se canten loas y se graben frases con letras doradas, el tiempo es buen amigo, todo lo cura o todo lo pudre y, si las primeras acaban igual que el rememorado en la composta, a las segundas se las lleva el viento y las terceras pierden brillo y lozanía confundiéndose con el fondo. El olvido puede disfrazarse de tantas maneras...
En tanto escritor, como me defino, y poeta, como palpito, a veces los poemas que escribo llevan tufo de funeraria no tanto por el tema tratado en alguna muestra, sino porque los lectores mismos, en sus visitas esporádicas más parecen extraerlos de urnas y criptas para posar en ellos su ojos curiosos o espantados, enamorados o condescendientes, con displicencia o franca bonhomía.
Textos como el de ahora, prosa burda, parabólica, no siempre es aceptada ni seguida —y nada obliga a ello—. Y esto que digo para la escritura aplica también para las personas que la prodigamos y ejercemos de tanto en tanto y diario, como oficio y como amor perenne. La razón es sencilla: ni todos somos peritas en dulce o monedita de oro, ni todos estamos forzados a conocer y consumir todo y de todo y de todas maneras.
Visto con humildad, el ejercicio de escritor es tan elemental como el del carpintero. Así como no conoce uno a todos los carpinteros, menos a los que están fuera del radio de acción, nadie está obligado a conocerlo a uno. Eso me ha sucedido con el cantautor y poeta argentino, contemporáneo, Gabo Ferro, fallecido diez días atrás; y me ha pasado con tantos, muchos. Vi la noticia y leí las necrológicas y me entró cargo de conciencia.
Estas líneas van pues con afán de servir como acto de contrición para aquellos que lamentan su pérdida y excusarme por desconocer la obra y la vida del artista de cincuenta y cuatro años, apenas tres menos que yo. Disculparme innecesariamente por ser ignorante de su desempeño y reconocerme, así, tan ignoto para sus admiradores, quizá, como si fuera yo el zapatero milagroso al que ya solo los creyentes acuden para reparar sus andanzas. Hay, sin embargo, un raro consuelo en saber que ninguno de los dos cruzamos nuestros caminos en la vida ni en las letras. Su muerte así no me duele como a otros; como a otros no dolerá el que yo deje de estar cuando tal ocurra.
Hoy, mi necrológica acerca de Gabo Ferro, del que ya muchos tuvieron ocasión de escribir y publicar en los días pasads, es más una aspiración de este muerto socialmente que soy para deambular con licencia entre los versos de otros que me han hecho comprender, aún mejor y más que la inspiración propia en poemas semejantes salidos de mi venero, que soy todo lo que recuerdo y que me siento incómodo, incompleto porque, ignorando quién era y qué hacía mi coetáneo y colega poeta, ignoraba de modo vicario quién soy y qué hago; y comprendo que al no recordarlo a él y su obra, por tal motivo, soy entonces, también, un poco menos de ese todo que creía recordar.
Esos que se van sin decir ¡hola!, no saludaron necesariamente por causa de la distancia natural sino quizás por la indiferencia ajena. Si aun no te he dicho ¡hola!, estimado lector que llegas a mis palabras por primera vez, es momento de cerrar la sana distancia para contagiarte de mi amor por la poesía y la escritura. Ojalá hagamos de este ejercicio interpretativo, de esta lección, una pandemia que perdure.
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