Frente a casa tengo o queda, mejor dicho, el tocón de una jacaranda que hace años mi madre mandó secar porque ya había crecido tanto que comenzó a botar el piso de la entrada. A los dos nos dio mucha tristeza, pues no solo nos dio cobijo por más de 20 años, sino fue compañera de juegos, violácea alegría de la calle donde aún quedan otras de su especie. Habríamos querido extraerla por completo, o podarla y trasplantarla, pero habría sido además de muy costoso terriblemente complicado, entre permisos, burocracia y logística.
Así, ahí está, como recordatorio de la ingratitud humana, ahora, muerta, alberga nidos de avispas solitarias, cuyas larvas son alimento de pájaros carpinteros.
Convertida en una especie de queso Gruyère, bajo sus raíces habitan roedores, lagartijas, cucarachas, saltamontes, desintegrándola poco a poco. Es espectro que no duele, añoranza que no hiela, confirmación de las palabras del dramaturgo, sí, como mi madre "los árboles mueren de pie".