Gracias a todos los ausentes y los presentes que, hasta ahora en su vida y la mía, me han dedicado un poco de su tiempo (sobre todo) y paciencia, así como por sus palabras de aliento y las de reconvención, consideraciones y correos. Sé que cuento con más de un@, me lean o no, me toleren o no, me crean o no, se adhieran o no a mis ideas, entiendan o no una forma de ser que, desde siempre y más ahora, me ha distinguido para bien tanto como para mal. Agradezco también la oportunidad que me dan al proveerme de material para la reflexión y la escritura. Porque aun cuando suelo plantear las cosas con suficiente convicción, tengo claro que lo más que puedo tener entre y sobre líneas es razón, o sea, mi palabra, siendo y por ser mía está lejos de pretender encerrar verdades absolutas.
Digo esto con toda seriedad, pero sin tomarlo demasiado en serio (algunos lo ven como una gracejada sin gracia y no faltan los que califican mis ideas y comportamientos como estupideces; el que esté libre de estupidez, que exhiba los primeros calzones, sin miedo al ridículo).
Los golpes de la vida son muy variados y uno debe estar dispuesto a enfrentar los riesgos que conlleva cada decisión y por tanto cada acto, así se relacione con hacerse actor o espectador, víctima o victimario, comparsa o protagonista. Esta filosofía resumida es la que ha conducido mi vida y me tiene donde estoy. (Por algún motivo viene a mi cabeza un librito, en edición única, de un publicista amigo de mi padre intitulado “Filosofía costumbrista” y autografiado por el autor.)
Sí, sé que a ojos de muchos puedo parecer un escritor pusilánime, un aspirante más a bardo sin ambiciones como el resto de las personas; que no faltan los que tachan mi proceder al amparo de una normas y creencias muy específicas y que, incluso, no faltan los que, creyéndose con toda la experiencia que los años supuestamente dan, pontifican y arrean a quienes, como a mí, ven cuales ovejas descarriadas, y obtusas, desubicadas. Están en su derecho.
Es claro, en los días que vivimos la paranoia está cada vez más diseminada, es la enfermedad más difundida en nuestra sociedad. Todos desconfiamos de todos y de todo. Ya no se puede pedir la hora o decirle qué lindos ojos mi alma a alguien en la calle, porque a la información la sigue una mirada de pistola. Todos nos erigimos en expertos opinadores sobre los temas más variopintos. Es triste constatar la manera como, enquistados en formas de pensamiento y acto, queremos encasillar al otro en función de lo que creemos ser. Todos cojeamos de la misma pata y creyendo comunicarnos, ponemos por delante los principios elementales de lo contrario: la incomunicación.
Para alguien estas palabras serán, seguro, rollo insustancial. Es una forma de expresarme. Y así como cada texto elige sus lectores (no al revés, como se cree), las personas vamos por la vida acomodando a los demás para leer los fragmentos de su existencia que mejor ajusten en nuestro cartabón. Me dicen que asista a bares, antros, etc., para contactar y "ligar". Nunca he sido de asistir a esos lugares. Me aturden, me engentan. Ahora, consta a varios, he hecho el esfuerzo de adaptarme (¡a estas alturas del partido!), pero sigo sintiéndome incómodo. Otros sitios: museos, la calle, un restaurante, un banco, el súper mercado... Todavía en los años ochenta hasta los velorios daban ocasión para el encuentro de almas. Todos estos ya quedan descartados por la inseguridad. Quedan estas redes sociales, equivalentes en su modernidad a las páginas de Cartas de la Doctora Corazón o las posteriores Agencias para el Romance; o como refugios antinucleares; y tampoco son panacea.
Sí, hay muchas mujeres solas, y muchos hombres solos. El problema no es que estén solos sino por qué y, más importante aún, cómo toman y experimentan su soledad. Divorciados, viudos, padres y madres solteras, aún los casados y juntados en amasiato (amor libre) hoy van por la vida dando tumbos emocionales, esforzándose por jugar roles para los que la naturaleza no da condiciones ni la sociedad instrucción. E, interesante, por más que salen los sabihondos a decir que es un mal endémico, catequizando o poniendo escandaloso acento en lo que se nos espera; o esos otros que lo justifican viéndolo con gran naturalidad, porque es cosa de siempre y de todos los siglos, la suya, la de los solos y solitarios de ahora es una soledad existencial, una solitud que los lleva a cuestionarse diariamente en qué consiste la felicidad. (Eso me parece bien, pues nos acerca a las inquietudes de Aristóteles y tantos otros.)
Ahora, la ONU ha declarado que a partir del año próximo, todos los países del orbe deberán dedicar un día, el 21 de marzo, para promover el concepto de la felicidad. ¡Tan mal está la humanidad que necesitamos dedicar un día para recordarnos que uno de nuestros motores de existencia es ser dichoso! ¡Necesitamos comunicarnos y hacernos creer que somos felices!
Yo soy feliz pudiendo, entre otras cosas, halagar a diestra y siniestra a quien se me pegue la gana y cuando lo amerita; la ocasión, la circunstancia son lo de menos. Soy una persona que, aun cuando ha vivido encerrada entre sus cuatro paredes, sus fantasías, sus palabras, la poesía, he procurado estar al tanto del mundo y no nada más por las noticias. Es de la gente de quien obtengo la información primordial, entrevistándola, conversando lo mismo con el policía que con la secretaria o el mendigo. Si bien, caso extraordinario el mío, voy saliendo del cascarón a muy tardía edad, los principios con que he sido formado siempre me mantienen al pendiente de lo probo.
Por ahí me dicen que estuve a punto de ser demandado por “afectar” a unas estudiantes mías so pretexto de enseñarles a respirar. Y no falta quien, sin conocimiento de causa, juzga, mejor dicho prejuzga, partiendo del hecho de que, “no es necesario enseñar a respirar cuando todos lo hacemos desde el nacimiento”. Sólo para información de los neófitos en asuntos de actuación y locución, la respiración correcta es fundamental para un buen desempeño en la oratoria, tanto para el mantenimiento de la voz durante discursos prolongados, como para su adecuada proyección en matices, volumen, tonos (esto queda claro al escuchar, por ejemplo, a la candidata Josefina Vázquez Mota quien es obvio en su monotonía que no sabe respirar). El común denominador de las personas, como no tienen necesidad de usar su voz más que para la charla normal no caen en cuenta de esto y no tienen claro qué tipo de respiración practican.
Una adecuada respiración ayuda no nada más a meditar (quién mejor que los yoguis y budistas practicantes del zen para explicar en más detalle esto), es fundamental para el equilibrio energético de nuestro cuerpo y nuestra alma. Hay dos tipos de respiraciones, la profunda o natural y la corta o deportiva.
La estudiante en cuestión, estudiante de leyes, tenía interés en vencer el miedo escénico y adquirir seguridad para hablar ante el público. En la primera sesión, en mi casa, en presencia de la madre, expliqué cuál es el procedimiento que siempre he seguido para enseñar oratoria y actuación. Posteriormente, en las otras dos sesiones (no continuó el curso ni pagó la última), en presencia de la hermana gemela efectué la clase; incluso en la última sesión estuvo presente el novio, y en ambas veces hice aquello en lo que estoy entrenado. Con ayuda del tacto, tocando y llevándola a tocar mi cuerpo y su cuerpo (el vientre, específicamente) mostré el modo adecuado de colocar el aire en los pulmones. Los ejercicios de relajación, por momentos también requieren que se toquen las extremidades (brazos, piernas), hombros del pupilo, para constatar el grado y la correcta forma de relajación, pues algunos ejercicios si se hacen erróneamente pueden hacer que el discípulo se lastime a sí mismo. Ay, pero no faltan, otra vez, los que quizá por telarañas mentales arrastradas por la conciencia colectiva siguen temiendo a descubrir su propio cuerpo. Por ahí, en algún lado de Facebook vi un letrerito con el que comulgo y que dice algo como: “si los seres humanos nos tocáramos sin vergüenza, ejerceríamos menos la culpa”.
Jamás he negado que la tentación llegó a mi casa, ni que no la hube experimentado en el aula más de una vez. Como tampoco he negado que suscitó en mí el afán de tomarla como musa e incluirla en uno de los primeros poemas que publiqué en Facebook
“Piel de Tarde”, sin por eso, necesariamente, esperar otra cosa de ella o de la vida. Jamás he negado mi inclinación por muchachas así de hermosas, esculturales, atléticas, y que me encantaría quedar con una de ellas y formar familia (es la edad adecuada para ello), pero no es la primera vez que trabajo con alguna y, si algo sé hacer, aunque me retuerza por dentro, es separar lo personal de lo laboral. No iba a arriesgar mi poco o mucho, bueno o mal prestigio en una tontería tal como ser acusado de andar “toqueteando” a una alumna, por cierto adulta y consciente de sus actos y límites.
El orador y el actor, antes que nada, debe tener clara conciencia de su cuerpo, de cada una de las partes de su cuerpo. Saber respirar es importante para relajar la mente y tener control sobre el cuerpo. El orador y el actor emplean lo que se conoce como respiración profunda o natural (supuestamente la que aprendemos desde el nacimiento, cuando en muchas personas no es así). Esta requiere que se eduque a la persona a llevar el aire hasta el fondo de los pulmones, ocupar la totalidad de la capacidad pulmonar, a diferencia del atleta que ocupa principalmente la mitad, porque requiere efectuar respiraciones más seguidas y contar con la dotación de oxígeno para un consumo más pronto. Así, mientras la primera implica “inflar” el abdomen de manera controlada, teniendo consciencia plena del límite que supone el diafragma y la utilidad de los músculos ventrales para la proyección de la voz, en el deportista basta que el aire quede por arriba del diafragma para poder efectuar con adecuado desempeño su ejercicio.
Está visto que más pronto que tarde el ignorante acaba por imponer su punto de vista. Lo que me recuerda cuando los jueces de la Suprema Corte discurrieron alrededor del tema del aborto. Uno, sólo uno, tuvo el valor de reconocer su ignorancia y su incapacidad por virtud de ella para emitir un juicio en pro o en contra de la manera más objetiva posible. El resto, aun teniendo información científica solicitada a expertos, inclinaron su juicio más hacia lo enfático de sus creencias, cualesquiera que fueran. Así, con individuos que hablan la fe por delante, queda poco por dirimir , dialogar y comprender.
En los párrafos anteriores he discurrido entre varios temas, haciendo una más de mis meditaciones antropológicas. Algún lector notará una aparente falta de orden o un pretexto para justificar procederes perversos, hasta depravados de mi parte. Lo que sé es que todos tenemos un lado oscuro, torcido. La mayoría se avergüenza de esa porción de ser y quiere mantenerla a raya, soterrada, aprisionada para soltarla solamente en los momentos de la más nocturna y lunar intimidad. Otros se ufanan de ella y, como Dorian Grey, son capaces de vender su alma al Diablo para seguir gozando de los “favores” que les da su podredumbre espiritual. Están los que presumen de imagen proba y luego, mediante engañifas son infieles a sí mismos, a sus cónyuges quienes, aún sospechando, hacen como que no pasa nada, ya sea por miedo o por dejadez. Y están los que abiertamente ostentan la camisa del canalla. Los primeros incluso educan a sus vástagos para ser “hombres de bien” dispuestos a defender, con los puños si es necesario, una honra mal comprendida sobre la base de una equívoca filosofía del respeto. Los segundos por lo general siempre tienen algún justificante material, al fin, honorable y poderos es el señor don Caballero.
En mí, como en todos, habitan monstruos; varios. Y por muchos años los mantuve en las mazmorras de la conciencia. Ahora, desde que decidí darme oportunidades, esos monstruos esperan la ocasión de, con todo su derecho, manifestarse. Gracias a ellos, guste o no a los otros, he podido conocer cosas que, si bien no desconocía y sabía su importancia para el desarrollo personal, había dejado postergadas. La mayoría de la gente tiene muchas de esas experiencias, por ejemplo las sexuales, a muy tempranas edades y van domando sus monstruos desde entonces hasta que los degradan a la condición de mascotas para el aburrimiento y la rutina. Eso explica y normaliza que vean ciertos aspectos de la vida con la mesura que dan la madurez pero también el hartazgo y la conformidad.
Desafortunadamente para mí, en mi cuerpo palpitan muchas ansias adolescentes. Afortunadamente para mí y para desgracia de esos otros que, desde la perspectiva apuntada, instalados en el convencionalismo, ya me juzgan y pretenden arrinconarme con su condescendencia a la resignación que debería anclarme a la grosera y contundente razón que seguiría a la edad, desato no sin temor y prudencia mis degeneraciones, esos impulsos asociados al deseo, esos engendros de mí mismo para ser simplemente quien soy. Pero rara vez pasan de la frontera de lo literario (en papel así como en el trato cotidiano), lo que también, es cierto, para algunos me muestra como un personaje extraño, hecho de palabras y silencios a modo de enmascaramientos de quien soy.
Soy palabra, me entiendo palabra, me vivo siendo palabra. Y es que la palabra es, al fin, el comienzo de todo. El hombre es verbo antes que todo, y por verbo quiero decir acto. En mis palabras puedes ver y escuchar los actos resultantes de mis decisiones, lo que he omitido y por lo que he optado. Mis palabras son el cordel que sostiene las máscaras de la comedia y la tragedia de mi vida. Con cada coma y punto pespunto el traje a la medida del ensayo en turno, del poema ansioso por ver la luz de tus ojos de lector, la fantasía que aguarda narrar mundos parecidos a los nuestros. ¡Qué voy a hacer! Cada palabra en sí misma es Cuasimodo, Bestia, Minutauro que me confronta a mí, en tanto autor, con mis temores más recónditos, y a ti, en tanto lector, con tus inconformidades más pedestres y superficiales.
¿Cuántos se animan a hacer muchas cosas que me critican? Pues yo me atrevo; y aunque ascender la montaña de la existencia muchas veces me coloca como a Sísifo, nadie puede decirme que no empujo con denuedo la roca en la esperanza de vencer la cima. Y así, con la fuerza de mis monstruos interiores, con la petulancia del reo ferviente, con la humildad propia del que se sabe primero que nada humano, ya subo, ya bajo, para volver a subir. El día menos pensado triunfaré en la tarea consiguiendo los objetivos que me he propuesto o moriré aplastado por el peso de la obsecuencia.