Sobre y desde la tauromaquia (otra vez)
Cada tanto se da en las redes sociales una ya odiosa discusión alrededor de temas como la tauromaquia. Esto generalmente propiciado por aquellas almas sensibleras, moralinas que lloriquean hasta porque se arrastra la mosca moribunda.
En más de una ocasión he entrado al debate y he escrito tanto en los comentarios como en mis espacios líneas alrededor del tema. Ahora, otra vez, me dan pie para abordar el tópico. Más que ser repetitivo, el conjunto habrá de leerse con el tiempo como una aproximación caleidoscópica a una práctica que equivale a la punta de la flecha anclada en el talón de Aquiles del hombre.
Esta vez un amigo y colega escritor muy querido, Joaquín Guerrero Casasola, con quien sustuve en la juventud debates álgidos sin que ello merme nuestro mutuo afecto, expone su parecer al respecto y, de la mano de otros contactos suyos, en resumen argumenta que:
... hay cosas que son demostrables objetivamente, que no son subjetivas. El sufrimiento físico es una de ellas. Ejercer dolor y sufrir. ¿Podemos situar eso en el ámbito de ser tolerantes? ¿Tolerar que se ejerza dolor? Puedo entender que la gente exprese su parecer de una forma dura o apasionada o lo que sea y que eso parezca virluento. Pero eso es la forma, no el fondo. Bien, eso es lo que creo. Ahora bien, es verdad que hay personas que defienden a los animales y para otras causas no mueven un dedo, pero eso no hace inválido lo primero, es decir la defensa de los animales. Si para defender una causa debiéramos ser congruentes y defenderlas todas no habría quien pudiera defender ninguna [...] Por otra parte, entiendo que cambiar de visión para muchas personas y aceptar lo inaceptable de la fiesta brava es imposible, pues es algo profundamente cultural. Uno de mis mejores amigos va cada ocho días a los toros. ¿Voy a dejar de quererlo por eso? No, pero no puedo decir que una verdad demostrable, palpable, deja de serlo. Asimismo, como algunos saben uno de mis escritores predilectos, Hemingway, era fanático de los toros y de la cacería. Leo gustosamente, incluso con deleite relatos que hablan de eso como las nieves del Kilimanjaro. Pero eso no significa que, como lo dije antes, ejercer sufrimiento sea cosilla de nada.
Al ir exponiendo mi parecer, mi pensamiento al respecto, solté la idea (hecho indubitable, verdad palpable, demostrable) de que el dolor es parte de la vida. Sufrir es vivir es padecer. Vivir es morir y aprender a morir es aprender a vivir, tanto en carne propia como ajena, pero ¡tenemos tanto miedo al dolor! A esto él reviró:
El dolor es parte de la vida, pero eso no me da derecho a pegarte cuatro tiros.
Así, siguiendo el diálogo construí la siguiente réplica:
Tendrías tanto derecho como el derecho mismo te asistiere. El derecho (aun el derecho natural como concepto) como la tauromaquia son invenciones humanas; la segunda muy anterior al primero, por cierto. Ese derecho natural del que ya nos hablaba en época muy reciente Rousseau no se contrapone en nada a lo que su contemporáneo Sade mostraba como la mayor hipocresía del hombre. De hecho, es muy curioso que en ambos coexistieran ideas semejantes en cuanto al "derecho" que da la brutalidad del hombre para ejercer actos que la moral sensiblera y sensacionalista considera deleznables, pecaminosos, reprobables, "contra natura". La consigna revolucionaria en que se desarrollaron sus ideas sobre dejar hacer y dejar pasar, aplicadas a la convivencia armónica con la naturaleza no olvidaba la obligación fundamental del hombre de confrontar o infligir el dolor y el placer necesarios para ser eso, humano. Garaudy deja claro, en el más sesudo tratado sobre la libertad que se ha escrito, que los animales no son libres por estar determinados por la necesidad y el hombre, antes que hombre, es animal; es cuando hace conciencia de esto que accede a la posibilidad de ser libre, pero jamás logrará liberarse de la necesidad que fundamenta su derecho natural.
Cuando Xicoténcatl (un contacto de mi amigo) argumenta: "el arte se ubica en el ámbito de la sensibilidad, por lo tanto no pueden coexistir sensibilidad y dolo para causar el dolor en otro ser" parece olvidar, o quizá pesa más en su ánimo la vergüenza ajena, incluso la adoración más extendida al dolor y que encontramos ni más ni menos que en el arte sacro de todas las culturas y muy acentuadamente en el cristianismo (en todas sus formas, de manera especial el catolicismo; y no menciono esto aquí y ahora usando cual pretexto la proximidad de la Semana Santa, que conste). Que se supla la imagen del cordero sacrificial con la del "hijo de Dios" no hace menos excecrable el derramamiento de sangre per se. Pero decir esto sin considerar el trasfondo cultural es simplificar tanto el cristianismo como el derecho y la tauromaquia que aquí nos ocupa. La sensibilidad emocional o intelectual detrás de la manifestación artística del ritual de la misa o de la tienta cumplen con un conjunto de funciones lingüísticas muy específicas cuya finalidad es justamente sensibilizar respecto del objeto o sujeto central del rito.
El hombre honra a quien entrega su vida valerosa y dignamente más que a quien deja de existir en la placidez del camastro. Cada elemento de la fiesta brava tiene su razón de ser, grata o ingrata y va mucho más allá que la sencilla y vana apetencia.
Las culturas orientales conminan a no temer al dolor, mientras las occidentales conminan a soportarlo. Ambas ven en el dolor, más que el final del camino o el último recurso, ven en él la antesala al placer de la liberación, el camino por el cual se arma de valor el guerrero, la senda hacia la trascendencia, la gloria y el nirvana. Freud mismo lo comprendió al explicarnos la importancia existencial entre Eros y Tanathos. El erotismo de la fiesta brava la inviste de un aire conciliatorio mejor que vindicatorio. En la confrontación no están nada más un hombre y una bestia, sino cada cual poniéndose a prueba a sí mismos con sus limitaciones, y no porque el hombre lleve un estoque o una pica es menos vulnerable. La crueldad y la saña que se alega en el matador quizá sea más una proyección simpática de parte del espectador respecto de lo que no querría experimentar en carne propia, siendo ya el toro o el torero mismo. Pero bien haría en preguntarse si no aplica esa misma saña y crueldad de otras maneras no menos reprobables o excusables en su cotidianidad.
Yo no trato de convencer a nadie de volverse aficionado a la fiesta taurina, villamelón de la misma como soy; me agrada la parafernalia pero me impresiona como a cualquiera la sangre sea del toro o el torero (simpatizo con ambos). Tampoco pretendo prohibir por simplista horror una tradición que es mucho más que un espectáculo y que dice más de mí como ser humano que otras prácticas. Cuando vemos las imágenes rupestres de cazadores nos imaginamos un mundo prehistórico pastoril, romántico donde todo lo excusa la necesidad de sobrevivir, pero pasamos por alto los rituales y prácticas asociadas. Cuando vemos en National Geographic la sangría de vacas por los Masai, la excusamos alegando que la vaca no sufre el pinchazo (por que no muere desangrada) y nos parece de nuevo romántico y bucólico, gracioso, semejante modo de comulgar con la naturaleza y los dioses, o lo justificamos apelando a un argumento más relacionado con la necesidad de sobrevivencia de la tribu, pero pasamos por alto que previo y posterior al sacrificio hay danzas, cantos, rezos, aplausos, vítores de contento, tantos como olés o luces alrededor del toro.
Mientras mi amigo "cree" (a creer al templo) que "hay verdades demostrables objetivamente, que no son subjetivas" y que la evidencia del pesar sangrante de la bestia es suficiente razón para horrorizarse, la experiencia demuestra que la relatividad cultural es un hecho en sí y ninguna verdad, por demostrable que sea (y menos en tratando de "verdades sociales") es absoluta. Así como ha habido naciones con pretensiones imperialistas que han impuesto ya la monarquía o la democracia en su afán de prevalecer y dominar, ha habido ideologías variopintas con semejante aspiración de ser las únicas, las mejores, las más asequibles, las más centradas o las más generalistas. Y en el andar creímos necesario ubicarnos a derecha o izquierda, a nivel de piso o en gayola para abrazar el presumible mejor punto de vista.
En el contraste que los hombres"civilizados" damos a lo crudo y lo cocido, invariablemente terminamos por retirar nuestros sentidos de lo crudo, horrorizados; preferimos lo cocido. La sangre dentro del cuerpo es vida en cocimiento continuo, en consumo hacia la muerte. La sangre fuera del cuerpo es vida en crudo que mana o coagula la idea de lo exangüe, el escatológico e irremisible final de todo, sea que haya sido extraída por ceremonia conciliatoria con lo divino o por necesidad sanitaria y médica. Pero si esa misma carne desnuda de toda "dignidad" epitelial es cocida por el arte flamígero y consumida en comunión y hermandad, ¿acaso no cobra nuevo significado? ¿Qué nos lastima más en nuestra sensibilidad, la expresión y los rastros sanguinolentos de la bestia herida o la dicha y admiración de los espectadores a nuestro lado conformando con nosotros esa masa anónima, enajenante de la que quisiéramos separarnos para validar nuestra autonomía e independencia egotistas? ¿Qué nos lastima más la crudeza de la existencia o el cocimiento cultural que nos la hace más digerible? ¡Nos avergüenza tanto todo lo que nos hace más humanos! Cuando no es una ceremonia, nos indignan la ropa o la desnudez o la palabra grotesca o lo que nos hace aparentemente distintos a unos de otros. Nos creemos el culmen de la creación, cuando solo somos un eslabón de la misma; ni siquiera EL eslabón, ni el perdido.
Antropológicamente todos los rituales, nos gusten o no, tienen una finalidad didáctica o paidética (para ser más exacto), son susceptibles de modificación como todo en esta vida, maxime tratándose de cosas hechas por voluntad humana. Claro que siempre es deseable erradicar los usos y costumbres dañinos, perniciosos, más cuando terminan desvirtuando la idea original y son contrarios a los derechos fundamentales, pero no deja también de ser una práctica intolerante de unos pocos o unos muchos que buscan imponer su manera de comprender la vida, los haceres del hombre a otros pocos o muchos; es finalmente otra forma de discriminación contra la que esos mismos dicen estar.
Comencé este apunte refiriendo a revolucionarios y termino con un antecedente ilustrado. Diderot alertaba sobre la filosofía idealista y lo nocivo de su ingenuidad cuando abrazaba la grosera sensiblería. En el complejo teatro que es el mundo, cada escena, por catártica que parezca en su modo de herir nuestra sensibilidad hace del drama de la vida la idea misma de ser.
Yo amo a los animales y amo al hombre, pero no por eso tiendo a sobrevalorarlos ni a menospreciarlos. Dejo a cada cual en su justo sitio de la existencia.
La estética del horror es quizá la más terrible de todas las formas de sensibilidad, no por ello puede o debe ser mirada de soslayo con vergüenza o asco. Una actitud legítima y auténticamente estética pasa por lo bello tanto como por lo feo, por lo horrendo y monstruoso tanto como por lo sublime y lo proporcionado. El horror de algo es un recordatorio de lo perfectible, de lo que nos es excelsamente humano.
La estética del horror es quizá la más terrible de todas las formas de sensibilidad, no por ello puede o debe ser mirada de soslayo con vergüenza o asco. Una actitud legítima y auténticamente estética pasa por lo bello tanto como por lo feo, por lo horrendo y monstruoso tanto como por lo sublime y lo proporcionado. El horror de algo es un recordatorio de lo perfectible, de lo que nos es excelsamente humano.
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