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¡VIVA EL DESMADRE MEXICANO!
Por José Antonio de la Vega Torres(Texto publicado originalmente en marzo de 2007.)
En el programa noticioso De una a tres conducido para la estación 69 del grupo radiofónico Radio Centro por el eximio periodista Jacobo Zabludovsky, en su emisión del 8 de marzo, Jacobo empleó la palabra "desmadre" para referirse al tránsito de la Ciudad de México. No faltó el radioescucha que, ya sea por ignorancia o por escandaloso pudor mal entendido, se espantó con el hecho; mejor, con lo dicho. Jacobo se dio a la tarea inmediata de consultar el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española para definir el término empleado y así justificar su uso.
Aquí, en la inauguración de esta columna dedicada a hilar disquisiciones en torno al buen o mal empleo del idioma en los medios de comunicación y la gente, quiero rescatar un comentario de Zabludovsky referente a la importancia del compromiso personal, que cada ciudadano, y especialmente cada periodista y escritor, debemos tener para con nuestro idioma y el lenguaje.
Lenguaje, responsabilidad conjunta
Cada persona viene cargada con una colección de palabras que los especialistas llaman gama léxica. Es una carga genética, pero esta se amplía y mejora, o al contrario se reduce y merma, en la medida de la experiencia cultural de la persona. Entendiendo por experiencia cultural la que se obtiene no sólo por medio de la escuela, los libros y demás productos de la inteligencia humana, sino de manera particular la que se adquiere día a día en el trato con los demás, en la comprensión de los objetos y las situaciones, en la construcción de respuestas adaptativas al entorno; o sea, en el uso, desuso o abuso de las palabras.
Escuchar al taxista cuando manda a la chingada al camionero que le avienta la lata de su transporte, poniendo en riesgo la vida del primero y la de su pasaje, en verdad resulta acústicamente molesto por altisonante. Equivale al sonido de un timbal o un silbato en la proximidad del oído. Por ello ubicamos ciertas palabras como altisonantes. Pero si el sonido, o sea la intensión, lo es, la intención o propósito magnifica o aminora el valor moral del concepto incluso hasta el exceso o la nulidad, para bien o para mal. Esto, sin embargo, más que incomodar debe ser visto simplemente como una función del lenguaje.
Las palabras están para usarse
La moralidad o uso cultural, es decir la costumbre de emplear ciertos vocablos para expresar de bote pronto la emoción que suscita un evento o un acontecimiento específicos, establece la norma y determina las acepciones de las palabras. Esto sucede en todos los idiomas. Y pasa así porque el lenguaje es la herramienta y el indicio fundamental para la comprensión y el basamento de las conductas adaptativas de los seres humanos. Por eso su uso, desuso y abuso son responsabilidad conjunta de todos nosotros y según el contexto al que estemos circunscritos.
Es tarea individual y social ampliar, proteger, redefinir, modificar, crear la colección de palabras que nos prestamos diariamente en ejercicio de la libre expresión, cuidando siempre, eso sí y en la medida de lo posible y el sentido común, no herir la susceptibilidad, no provocar con nuestra expresión sentimientos difamantes o calumniosos por implicar dolo, si bien es cierto que este no puede probarse cabalmente y menos cuando en ocasiones no es causa de lo causado, sino efecto de una causa primigenia, como el desamor.
Por ejemplo, una mujer o un hombre despechados, irracionalmente y llevados por la turbación que el desamor les puede provocar, en un momento determinado mientan la madre al individuo causante de la falta del querer y, acto seguido, diseminan entre propios y extraños improperios y calificativos que difaman al agente a los ojos de otros. Entonces, la persona objeto de atención de los vilipendios se ve en la necesidad de probar la falsedad de lo que para ella resultan calumnias y así solicitar la reparación del daño moral. Ella deberá probar la razón que sostiene a sus dichos y, de ser necesario, destacar la fuente que permita la demostración indefectible a la luz de los hechos y no sólo los dichos.
Actitud estética para la libertad de expresión
Ante los embates del ambiente, las emociones experimentadas por cada persona son relativamente incontrolables, pero no lo es así la forma expresiva elegida para canalizarlas y demostrarlas abiertamente. El beso no contiene la emoción, la expresa. Y hay tantas formas de besar como matices emocionales asociados. ¿Quién tiene el instrumento capaz de medir la subjetividad de los actos emotivos?
En la medida que una persona desarrolla una actitud estética, es decir sensible, frente a las cosas y sus semejantes, abre la posibilidad para la ampliación de recursos adaptativos y por ende expresivos. Todas las palabras cumplen con un objetivo adaptativo y por ello no se las debe temer ni hay razón para su repulsa. Al contrario, obligan a su comprensión esmerada si se quieren evitar fallas de interpretación.
En México, los mexicanos (y no sólo el tránsito, como apuntó Zabludovsky) somos un desmadre. No hay autoridad que nos contenga o nos someta al orden y la disciplina. Nuestra democracia incipiente raya en la anarquía. Retamos al que se nos pone enfrente, ponemos en duda las razones de estado, el control lo vemos como represión, y la represión la revestimos de método libertario. Somos una fiesta constante, embriaguez de los sentidos ante la muerte, el amor y la crisis .
Así, la manifestación pública es un desmadre tanto como las finanzas públicas. El cinismo político termina en desmadre. La mezquindad mesiánica desmadra las buenas conciencias. Los golpes de pecho desbordan la intolerancia correligionaria sin importar su signo. El exceso está a la vuelta de la esquina, todos los días, de distintas maneras, con varias facetas: corrupción, inseguridad, cochupos, mentadas, agandalle, mentiras, promesas exageradas, desempleo, desregulación, reformas y parches legislativos, etc. No deja de ser sintomático de la irresponsabilidad implícita en nuestro desmadre mexicano incluso la doble cara de nuestros connacionales emigrantes que, una vez en Europa o EE.UU., se comportan como niños buenos (no todos, claro) en espera de su estrellita verde, mientras cuando regresan (si regresan) momentáneamente a su terruño en Oaxaca, Zacatecas o Michoacán, presumen su nuevo estatus y acentuando su prepotencia, tras la cual radican sus complejos, desacatan normas como liberados y hacen y deshacen impunemente.
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