OJO AL GATO Y AL GARABATO

mayo 12, 2007 Santoñito Anacoreta 0 Comments

Cuando Tunik nos convoca
Por J. Antonio Castillo de la Vega
Foto: Guacamole Project



Luego de la espectacular convocatoria para la foto de cueros en el zócalo capitalino, me di a la tarea de investigar en la Internet sobre los sitios que existen especializados en satisfacer los ardores de los mirones (no me refiero a los sitios porno), y me quedé pasmado de cuántos voyeristas profesionales y expertos en voyerismo existen en el mundo. Sin ir más lejos cito sólo uno de carácter enciclopédico: Gente Natural.
Ojear es una actividad extraña a la vez que divertida e irritante que resguarda a quien la ejerce de las complicaciones de la existencia tal y como la padecen los otros en un momento dado, pero que también le hunde en un piélago de calamitosas frustraciones producto de su cobardía revelada, o de su prudente discreción.

Mirones que no son de palo
Los franceses llaman al "ojeador", voyeur (veedor) y a la considerada por muchos fea —por indecente— costumbre que él practica, voyeurisme; y, si bien esta denominación (sustantiva e incluso adjetival), que algunos consideran chocante por extranjera, ha sido utilizada para describir un comportamiento vinculado con ciertas desviaciones de índole sexual, en realidad designa a un personaje de nuestra sociedad que se antoja tristemente simpático o de un patetismo dicaz: el curioso, mirón, metiche, oteador, vigía, centinela, espectador, espía, fiscal, inspector, fisgón, observador.
Criatura del otero, este personaje singular deambula por el mundo escudriñando hasta el más mínimo detalle de las cosas que pueden servir lo mismo para su provecho que para el de otros, y desde su punto de vista cumple una función social, digamos, bien institucionalizada o, por lo menos, reconocida.
La discreción es a veces su disfraz, pero por lo común recurre al cinismo o a una supuesta indiferencia para ocultar las verdaderas intenciones y motivos que lo impulsan a entremeterse en los asuntos que en principio le son ajenos.
Pero me sorprendo de lo que he esbozado hasta aquí; porque he referido veladamente una vocación humana de múltiples facetas, pues todos aspiramos a ser en cierta medida y conocemos alguna clase de "ojeador", o como queramos llamarlo (periodista, científico, político, sacerdote, artista, comadre...).


De entremetidos y oficiosos
Quizá el más familiar es el que hallamos representado en los folletines, las comedias clásicas e incluso en las telenovelas con la figura de la vecina metiche; esa mujer de relativa madurez, cabello entubado, aparentemente distraída, por mencionar sólo algunos rasgos del estereotipo, es capaz de colmar la paciencia del más santo con sus ocurrencias impertinentes y sobre todo con sus intervenciones inoportunas.
Examinarla con lupa ya resulta exasperante, pero también enternecedor, porque esta clase de fisgón aprendiz de espía expresa con su supuesto desatino esencial no más sino su ansia de pertenecer al mundo, mejor dicho, su angustia de saberse ese otro al que todos tememos y rehuimos; y por este reconocimiento que en la mayoría de nosotros está aletargado a causa del ajetreo y las preocupaciones cotidianas, pretende insertarse en la existencia asumiendo un yo de identidad forzada.
Los metiches se entremeten en las vidas que consideran paralelas a la suya, no precisamente por un afán insano de observar lo que no les importa, aunque en la superficie así nos lo parece a todos, sino más bien por impulso de un rasgo infantil inherente al ser humano: la curiosidad.
Si especulamos más, podríamos decir que todo metiche es una criatura (en todo sentido) que aprende vicariamente, o sea mediante las conclusiones que obtiene de lo que ve en o acerca de otros, de modo directo o con el rabillo del ojo, para establecer patrones de conducta acordes con diversas situaciones, y quizá no estaríamos alejados de un tipo de verdad; empero, no podemos pasar por alto que el resultado de dicha experiencia la mayoría de las veces cae en lo prejuicioso por carecer de un método capaz de llevar por buen curso la investigación del entorno en la circunstancia particular. No obstante, cuando el ojeador se percata de la necesidad de establecer vínculos entre lo que percibe y la realidad que trata de definir, poco a poco desarrolla un plan de observación; entonces el metiche se vuelve un vigilante sistemático.

Fisgones metódicos o científicos de profesión
La antesala de la ciencia es la observación y eso ni quien lo dude; pero ocurre que en esa antesala muchos (la mayoría de la humanidad) se duermen en sus laureles apenas han repasado lo evidente, ya sea la silueta femenina o la trayectoria de un electrón (no muy obvia, por cierto). Esos atolondrados no han reparado en la importancia que tiene todo sentido (los cinco de nuestra fisiología, el de la calle, el de un vector y, más, el significado de las cosas).
El niño tentón vive exageradamente tratando de hallar el sentido de lo que existe a su alrededor y la posible reciprocidad de eso para con él. Cuando se da un toque (vulgarmente: choque eléctrico) se coloca lo mismo a un paso de los griegos y egipcios admirados de las facultades del ámbar, que en la proximidad de la muerte. Y descubrir esta dualidad lo conduce, o al camino de la templanza, o al de la angustia temeraria. Cuando este mismo niño se droga (es decir, se da toques) el descubrimiento que hace es similar pero atrofiante y sólo lleva a la confusión de las ideas (en sí mismas, a veces, poderosa droga) y a la autodestrucción.
Detrás de toda observación están las insistentes preguntas qué, cómo, para qué, por qué y quién, y lo que en todo caso diferencia a un espectador de otro es el grado de importancia que cada uno da a cada una de estas cuestiones, en peso, orden y significado; pues no es lo mismo que un centinela inquiera "¿quién vive?", a que un fiscal demande "¿cómo se declara, culpable o inocente?"; o que un inspector de salubridad pida cuentas al propietario de un restaurante; o que un mirón paralice el tránsito por interesarse en ver qué pasó en el carril vecino; o que el público en una sala de cine interpele a su "Ello" acerca de las sensaciones que le despierta una escena determinada. O que un periodista equis cace con el lente o la pluma a fulanito para sacarle sus trapitos al sol; o que una maestra o una madre enseñen al infante a observar las reglas de urbanidad y cierto grado de civismo; o que un "colado" en un velorio examine los designios de Dios.
Quizá este examen es el último, más sutil y difuminado de todos los que hace cualquier "ojeador". El niño en medio del juego, el anciano al disponerse a dormir, la beata, el agradecido al despertar.
El científico busca con insistencia a Dios en las leyes del Universo, pero el límite racional que le impone la incertidumbre, es decir la duda, de la misma manera que le revela el cómo y el cuánto de lo que existe, también lo aleja del por qué y el para qué primigenios; pues al dudar de la inmanencia menoscaba la fe pero, igualmente, al precintar con fervor el orden natural de las cosas reduce la posibilidad del azar y la casualidad.
Vámonos viendo... y dudando
Nuestra sociedad pasa mucho tiempo viendo a través de diversos medios lo que ocurre en la cercanía y en la distancia; las imágenes y las palabras nos asaltan más allá del diario y de la pantalla de televisión, haciendo de nuestra conciencia el crisol justo en que se cuece toda clase de datos para conformar una compota capaz de adherirse a la cotidianidad y despertar en cada uno de nosotros un hambre ansiosa y enfermiza de conocer... sin saber. Y si bien por una parte vuelve más sensible nuestro apetito de noticias y de modas, por otra envisca la imaginación.
Si con Santo Tomás nació la idea de "ver para creer", con Descartes la noción de "dudar para ser", hoy el planteamiento es "ver para dudar".
Entonces, otear sistemáticamente aplica a la ciencia lo mismo que hacerlo con obsesión supone morbosidad. En el primer caso la razón se sobrepone a los deseos, mientras en el segundo se confunde con ellos y así provoca que se desvirtúen el instinto y la imaginación.
Al momento de escribir este ensayo tengo frente a mí una imagen publicada por El Universal el 22 de febrero de 1993 en la que se aprecia un individuo visto de espalda, vestido con una playera en la que puede leerse la leyenda: "observador electoral", y de cuyo hombro pende una cámara fotográfica. Mirar dicha imagen me ocasionó la impresión repentina de estar frente a un espejo peculiar, mágico, en el que uno, al asomarse a la superficie reflejante, como en un acto de redescubrimiento de sí mismo, puede ver la propia nuca.
Ahora que he decidido publicarlo, este ensayo se concentra en las potencialidades inhibitorias del ojo desnudo.

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