¡Oremus! Por una sólida filosofía de la comunicación
Foto: Vatican News |
EN DÍAS RECIENTES, el Papa Francisco expuso en su catequesis la necesidad de no despreciar a la oración vocal; yo interpreto por ejemplo y para ilustrarte, amigo lector, las fórmulas repetitivas del rosario, en la religión cristiana (y sus variantes como la católica o la protestante), o mantras, como se las conoce en las religiones orientales. Todo ello puede tener versiones escritas, gestuales, posturales y tener representaciones iconográficas, pueden ser recitadas o cantadas.
Muy aparte del aspecto de credo y religión, no puedo sino estar de acuerdo con el Papa. Incluso la ciencias, Física, Neurología y Psiquiatría, incluso la Psicología (aun considerada seudociencia) han demostrado el poder de la "magia", el cual descansa justo en los "encantamientos" basados en la palabra, especialmente la hablada. Es el principio básico de la psicología freudiana, la Gestalt, la neurolingüística e incluso de la informática y de la inteligencia artificial. De ahí lo que alguna vez escribí acerca de la similitud de la palabra y la matemática como traducciones del abstruso lenguaje de la naturaleza y que dio pie a un suceso en mi vida tanto vergonzoso como halagador del que, creo, alguna vez hice algún apunte anecdótico en mi blog, alguna red social o quizá solo lo he dejado a nivel de conversación, no recuerdo bien, acerca de cómo un maestro universitario, siendo yo estudiante, me "puso en evidencia" frente a todo un grupo como alguien de quien se hablaría mucho en el futuro, maestro sobre el que luego me enteraría por otro era un espía jesuita enviado por el Vaticano (Papa Juan Pablo II) para seguir los pasos de los Legionarios de Cristo. ¿Será? Me pregunto a qué futuro se refería, si era vidente, tenía información confidencial sobre mí que le permitiera prever o profetizar algo así, y si ese tiempo ya llegó o ni siquiera lo veré durante mi vida. Por lo pronto, yo hago lo propio sin dejarme influir por la vanidad o por el miedo.
Una de las razones por que soy escritor es justo mi creencia y corroboración del poder de la palabra, no nada más la escrita, la empleada para la ficción o la poesía, o para explicar, describir o narrar. La palabra en la oración expresa lo que alma y corazón encierran, y devela la liga de lo humano y lo universal (o, si se prefiere, lo divino). La pronunciación de la palabra proyecta el poder que la imagen mental ya pergeña.
No es gratuito en las sagradas escrituras de cualquier cultura y no es sino evidente y elemental el reconocimiento de que en el principio fue el verbo, es decir el logos. El filósofo Eduardo Nicol bordó un magnífico ensayo alrededor de ello y sin duda es una de mis pasiones intelectuales en mi afán por construir una filosofía de la comunicación que pasa por los clásicos, Wittgenstein, Chomsky y tantos más.
Asentándome en el pensamiento heideggeriano, el verbo es acción, acto. Así, la luz por ejemplo Es y es hecha y siendo en hecho está. Poco importa si es acto humano o divino, es la realización de una ignota, inefable voluntad emanada de la existencia misma y que, como tal, en tanto volición, quiere, desea y crea dentro de los límites del deber, es decir del necesitar.
Pero, el verbo, mucho más allá de la gramática y la lingüística, es solamente una forma de la palabra y por tanto del logos. Rebasando las explicaciones semióticas, es más que signo y referencia, más que símbolo. Es una forma de intuición activa, transitiva o intransitiva que se conjuga de manera infinitiva y determinante, subjuntiva o potencial, o a veces imperativa. En el primer caso requiere de una persona que la lleve a efecto. En el segundo, lo primordial no es la persona ni el efecto, sino la posibilidad implícita de que el efecto cobre carta de suceso. En el tercer caso, solo vale como instrucción frente a la cual acatar o rebelarse a lo ordenado. Pero, la palabra, como la deidad Jano, tiene dos caras y la contraria es la que define los alcances de la primera en la pasión.
Del mismo modo que en Física hablamos de energías potencial y cinética, igualmente en lingüística y en filosofía de la expresión entendemos paradigma y paradoja como formas de la palabra accionada y de la palabra apasionada. El paradigma es logos que conduce a lo dicho y previamente pensado. La paradoja, de manera complementaria, es logos que conduce a lo pensado y susceptible aun de ser dicho. El paradigma apunta a lo que es. La paradoja, a lo que puede ser.
La iglesia y la política hoy se debaten entre ambos extremos, a veces enquistadas en lo conocido, a veces temerosas de abandonar el dogma por explorar derroteros complementarios.
Lo que consideramos en nuestra limitación imaginativa e intelectual como algo que no existe, ejemplo los fantasmas, por el solo hecho de mentarlos o suponerlos ya existen, son, están, así sea como una negación o una sospecha o una falsificación, lo cual Leibniz empleó (lo explico de manera muy burda) como uno de los motivos argumentales en su labor metafísica para comprobar, demostrar, verificar tanto la existencia como la inexistencia de Dios (lo que se conoce como "argumento ontológico); o Nietzsche para, más allá del "psicótico personaje" y siguiendo el pensamiento de Zaratustra (Zoroastro), anunciar el advenimiento del superhombre y la muerte de Dios, no tanto como deceso sino como transición derivada del cristo (ungido) redivivo (lectura que han pasado desapercibida los detractores del filósofo más dados a distorsionar sus propuestas).
El poder de la oración hoy es innegable, aunque haya quienes lo pongan en duda. Sea que se efectúe de manera oral (vocal, como señala el Papa) o meditativa, para que funcione a nivel cerebral, mental, endócrino y por extensión espiritual, ha de tener un fundamento de creencia, de lo contrario no suscita cambios ni transformaciones neuronales, conductuales, actitudinales o hasta valorales, por lo tanto éticas y de moralidad. Es decir, la oración, como método de comunicación intrapersonal que es el nivel más hondo y básico de la comunicación, requiere de una autoestima estructurada y funcional, además orientada a una meta, un propósito superior a la persona orante y oradora, de otro modo la repetición del estribillo solo redunda en la asimilación fanática de lo pretendido, en vez de soportar y reforzar la creencia en lo existente y cualquiera sea su manifestación sensible. Una máxima de la propaganda eclesiástica o no descansa en la frase de Goebels de que una mentira pasa a ser verdad si se la repite muchas veces y ahí tenemos el ejemplo de tantos bulos que circulan en la Internet y los cuales miles de personas creen a pie juntillas; aunque también es cierto que la verdad sale a flote tarde o temprano, si bien a veces necesita de un empujoncito que abra los ojos a los legos.
Por supuesto, la oración no tiene su ámbito solo en lo religioso o lo lingüístico. Cuando hablamos de oración al construir un texto lo que ponemos en tela de juicio es lo enunciado, lo enunciable y en consecuencia lo inteligible. Porque la palabra va en paralelo con el acto originario de nombrar. Aun antes de crear la luz, Dios la nombró. Y aun antes de nombrarla la concibió. De ahí que la luz, aun antes que un haz de electrones sea un concepto, lo que aplica para otros asuntos como la vida misma que, discusiones pragmáticas o normativas aparte, no halla en el cigoto (óvulo fecundado) el concepto de vida sino incluso antes en el mismo óvulo y el espermatozoide, en tanto células generadoras y portadoras del Ser.
Aunque los sacerdotes lo aleguen como tal en la fórmula litúrgica, la palabra nunca es de Dios, ni como pertenencia ni como posesión ni cómo creación ni como impresión editorial. Porque Dios, en tanto nombre, palabra, es inmanente de sí y originaria de sí, está contenida y expresada en sí misma. Es por ello que Dios tiene miles, cientos, millones de nombres, porque cada vocablo, cada enunciación, cada designación está contenida en tanto idea y esencia, si seguimos a Platón, en espera de sustanciarse en un ente concreto, aun cuando la idea misma ya es de por sí una forma de ser del ente y del Ser. Ninguno, nadie puede abrogarse la palabra como propia y por lo tanto tampoco especificar a una manifestación, parusía enunciada, onomástica de la divinidad como único "Dios verdadero" pues al elegir una denominación asimismo se advoca a todas las sinónimas, aun cuando cada cual apunte a una variante sutil. De ahí que el alegato de musulmanes, judíos, cristianos, católicos al señalar su credo como "el verdadero" execrando del resto cometen apostasía por antonomasia, porque su sola petulancia, su arrogancia posesiva hace del nombre, de la palabra fundamento antonímico de lo que son y simultáneamente no son. Si el judío es el pueblo elegido y tiene por Dios al mismo que los musulmanes llaman por otro nombre, la alegada bastardía de uno no niega su hermandad con el otro y más, no cancela su mutuo y compartido origen en la misma palabra.
Los hombres estamos tan mal acostumbrados a mutilar a la palabra... Y en el proceso perdemos de vista que lo mutilado no es la fonética ni el gramema como en cambio lo que de raíz existencial nos significa. En la palabra está nuestra genealogía metafísica.
La palabra, dicho lo anterior, puede ser vista como una caja china o una matryoshka o, más tentador aún, como la caja de Pandora, en cuyo fondo están todas las virtudes y todos los vicios y que, apenas la abrimos estos se expresan, escapando, excepto uno. Si esta metáfora es correcta, entonces lo que resta por salir es lo que justifica a la duda, a la incertidumbre en un sentido cuántico: el ruidoso, poético silencio que otorga, a lo que paradigmáticamente está siendo, su contradictoria, paradójica razón de no ser.
En estos tiempos de pandemia, recesión y zozobra mundiales, oremos ya sea de viva voz o con el pensamiento solo para que lo que es hoy, mañana ya no sea; y para que sea lo que actualmente está no siendo, sin olvidar que lo bueno de ahora, puede ser lo malo por venir y, viceversa, pues no hay mal que por bien no venga.
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