Bloqueado
SI ERES SOLITARIO y
la soledad impuesta por el vacío, aún más que la buscada por uno mismo, es la
marca de tu vida, tal vez te ha sucedido que conoces a alguien con quien te
identificas y comienzas una amistad o incluso te ilusiones con la idea de un
amorío. Pero ese alguien es como cualquiera y tiene un círculo social propio,
familia, no necesariamente es, como tú, solitario ni experimenta la soledad
impuesta por determinada circunstancia, sino solo la que conforta como un
recurso de decisión propia para hallar paz, serenidad, centro.
Si estás en ese
caso, seguro te ha pasado que el entusiasmo de tener alguien con quien charlar,
con quien compartir lo que dejaste de hacer tiempo atrás tanto como lo nuevo,
te embarga de dicha. Entonces quieres estar el mayor tiempo posible con esa
persona, hablarle, verla tantas veces como sea posible y con cualquier
pretexto.
Pero ese
entusiasmo, especie de enamoramiento, —no tanto respecto de la persona como de
la compañía y las posibilidades que significa—, a veces orilla a lo que el
común denominador de los mortales que no están en tu caso considera por lo
menos como imprudente y, cuando menos te das cuenta, cuando cometes dicha
probable impertinencia como insistir en buscarla, escribirle, preocuparte por
ella, hacerte presente, a ojos de esa persona y de su círculo y más ampliamente
te conviertes en un hostigador, en un acosador, o incluso en el peor de los
casos cual traidor, delincuente que pone en riesgo la privacidad del otro, y
pasas de la aceptación al rechazo, a ser un infame indeseable.
Así, los prejuicios
o simplemente la diferencia de óptica y perspectiva sobre lo que resulta vital
para unos y otros conlleva incomprensión, intolerancia, discriminación sobre lo
que uno solo pretende, añora, desea, ansía, necesita: un tú del cual hacerse
suyo, su-yo alternativo, con quien saberse en el conjunto de posibilidades que
implica el nosotros.
No estoy hablando
nada más de esos casos en que el hombre o la mujer infatuados por quien les
agrada obsesivamente hacen hasta lo indecible por verse inmersos en la intimidad
del otro, en afán de poseer lo que no les pertenece. Tampoco estoy hablando del
desempleado o el vendedor que impiden con la punta del zapato el cierre de la
puerta de la oportunidad como si en ello les fuera la vida. No obstante, sí
planteo, en cierto modo, que en el sentimiento de náufrago que sigue a toda
forma de pérdida persiste la ansiedad de querer saberse vivo, cuerdo frente al
otro, en medio de los demás, partícipe de una vida en común, dueño de un motivo
capaz y suficiente para que uno se sienta vital y que no solo se es o se está,
sino que existe.
Por experiencias
semejantes es que comencé un par de mis cuentos en Laberinto Bestial 1. Semillero de
indicios, admirando “¡Cuántos pueblos hay llamados La Soledad en
México! ¡Cuánta soledad hay en México!” (VEGA Torres, 2011) .
Yo lo he vivido y
sigo experimentándolo, con o sin justicia, con o sin razón de parte de quienes
me han tachado, relegado, orillado al rincón del olvido, como si fuera ese
trebejo o muñeco feo, gastado que a nadie interesa. Claro que no faltará quien
diga que soy yo mismo quien se acomoda en ese sitio en consecuencia de sus
actos u omisiones; y puede que tenga parte de razón.
Como muchos, en
redes sociales he sido bloqueado, silenciado, censurado, acusado de tal cosa
como ser acosador. Herido sin conmiseración, colocado en la situación de deber
explicarme sin que valgan justificaciones o disculpas, las que por demás está
decir que, una vez etiquetado, caen invariablemente en oídos sordos. Es
entonces cuando opto por retraerme de nuevo, salirme del mundo de los otros
—los que creen que lo hago por masoquista que gusta regodearse en sus penas—. Me
refugio en mis libros, tanto en mis recuerdos de lo que fue como en los de lo
que pudo haber sido y no fue; en mis amores perdidos, en lo que de ellos queda
en mí; en las palabras, a veces tan llenas como huecas y viceversa, tan vacías
de sentido como plenas de significado aun siendo monosílabas.
Para los otros
bloquear es simple. Basta seguir un procedimiento, apretar un botón y ¡listo!,
se quitan de encima la monserga de tener que estar viendo, escuchando, leyendo
a quien les resulta incómodo, molesto, fastidioso. Aquella frase del presidente
mexicano Carlos Salinas de Gortari: “ni los veo ni os oigo”, aludiendo a la
oposición política; o aquella de Vicente Fox Quesada: “No me gusta lo que
publican, por eso no leo los periódicos”, son dos ejemplos extremos del
egotismo y más, de la egolatría en que más de un ser humano incurre. La piel
delgada es propia de los gusanos. Pero también es cierto que están en su
derecho de exclamar y reclamar cuando sufren pinchazos.
Ahora, lo anterior
muestra un lado de la moneda. El otro es no tomar tan a pecho tales cosas, sino
como de quien vienen. Eso lo vuelve a uno más empático con los otros, aun cuando
los otros no lo sean con uno. Más tolerante, incluyente.
La empatía no es
una suerte de conformismo o resignación, es colocarse en los zapatos del otro
y, desde su perspectiva, comprender lo que puede resultarles afectivo, lo que
les afecta pues. Pero la empatía no es una cualidad compartida por muchos,
requiere un gran esfuerzo para zafarse del natural egoísmo y, sobre todo, del
egocentrismo, de mirar el mundo en la estricta medida y circunstancia que cada
cual considera aceptable, manejable, ajustada a los propios intereses, gustos y
necesidades. Mientras lo segundo es una forma de miopía intelectual y existencial,
lo primero, la empatía, se parece más a la hipermetropía, que permite ver a lo
lejos, pero confunde lo cercano.
Hay personas que a
la menor provocación se sienten intimidadas, violentadas en su privacidad e
ipso facto bloquean al causante de su repentina animadversión, cediendo a la
paranoia mayor o menor que todos tenemos. Ese delirio de persecución a veces
les hace cometer injusticias, porque acaban alejando y alejándose de los otros,
más cuando se trata de esos otros que tienen características similares a las
descritas al comienzo de este texto. Son, así, incapaces de paciencia o
condescendencia, intolerantes.
Los tiempos que
vivimos, aun con todos los recursos, canales y medios para la comunicación,
inciden más en el alejamiento, el aislamiento de la persona humana respecto de
su entorno minando las posibilidades que ofrece la empatía. Nos ligamos
exclusivamente con quienes nos resultan simpáticos, jamás con los antipáticos a
no ser por causas y condiciones instrumentales como las que sugiere el dicho: “el
enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Así, llamamos amigo a casi cualquiera en
las redes sociales. Ya no solo conocido, vecino, condiscípulo, admirador,
seguidor, colega, familiar, pariente. La palabra “amigo” se ha venido
desgastando de esta manera. Todos somos amigos virtuales, es decir aparentes. Y
si bien eso es natural, modernamente parecería que más de nosotros nos volvemos
antipáticos a ojos de los otros hasta porque tenemos lunar junto a la boca. Porque
dicha afectividad virtual carece de ese fundamento que da el trato cara a cara,
que si bien no es obligado, en razón de la proximidad permite que el conjunto
de los sentidos nos dé una percepción más acertada y asertiva sobre lo que los
otros tienen para darnos.
Las redes sociales
son una extensión de la sociedad, nunca su sustituto. Bloquear a tal o cual no
tendría que ser motivo de divorcio o atentado a la autoestima, pero lo es. De
ahí que, ante de bloquear a nadie, piensa cómo te sentirías tú si fueras un
personaje al que el autor ha decidido, de buenas a primeras, borrar de la trama
de su vida.
Referencias
VEGA Torres, J. (2011). "Convergencias" y
"Espejismo". En J. VEGA Torres, Laberinto Bestial 1. Semillero
de Indicios (pág. 468). Naucalpan de Juárez: Lulu.
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