¿Democracia o capitalismo?
ERA DE LA OPINIÓN... que a mediados de la década de los ochenta del siglo XX, el "bloque rojo" de los países socialistas y comunistas enfrentó una crisis interna de autodefinición que fue, en parte, lo que derivó a la caída del "Muro de Berlín". Como en un cuento mal contado, esa crisis tuvo su origen en las dudas de Michail Gorbachov para llevar a la antes Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (U.R.S.S.) hacia su modernización. Él mismo lo ha contado en innumerables conferencias, escritos y su autobiografía. Dar el paso significaba decidir el rompimiento con un sistema podrido por la corrupción y la suspicacia enfermiza. Abrir el gobierno y sus políticas y sistemas, transparentar, todo eso implicaba un problema tanto o más grave que permitir la libre empresa. ¿Por dónde empezar: Glásnost o Perestroika? Llegado al poder, optó por lo que creyó lo más manejable: transparentar. Porque lo otro habría implicado remar contra la corriente. No nada más se antojaba escandaloso posibilitar la idea en la comunidad de que cada individuo podría aspirar a la propiedad privada, eso significaría una bofetada franca a los fundamentos socialistas. Mejor borrar el "maquillaje" y permitir que se notara el adefesio estructural que sostenía a un sistema, una ideología y un modo de vida lacerantes de las libertades esenciales del ser humano, así la conciencia colectiva por sí misma, transformada por virtud de la reflexión, viéndose a sí misma en el espejo de la historia, terminaría clamando por abrirle la puerta a esa muchacha linda y entregada que es la democracia.
Gorbachov nunca imaginó el horror que ocasionaría a los socialistas a ultranza mirar el propio rostro deformado por la mezquindad, la tozudez y la cerrazón. No obstante, su decisión cifró la Nueva Era. Boris Yeltsin vendría a dar la puntilla con que la democracia descabelló al Toro Rojo. Quién diría que la ambición y el hambre de ser y tener acumulada durante los años socialistas llevaría al poder a personajes tan discutibles como los que les siguieron en las ya desmembradas repúblicas.
China, por su parte, optó por el camino contrario. Muerto Mao, el lento cambio para introducir un concepto muy mandarinesco de democracia instauró en el gobierno una muchachona de ojos rasgados que, todavía con ínfulas imperiales, aunque despojada del oropel, comenzó a coquetear con los dueños del dinero y los abrazó seductoramente con sus felinas garras, protegiendo y procurando así a su asiática progenie, declarándose como en una novela de Marguerite Duras amante de un joven capitalismo vestido a modo de la circunstancia.
Mientras, en Medio Oriente y África, la democracia vive en una relación tirante con su marido capitalista, y su matrimonio ya supuestamente libre de la esclavitud raya en el fundamentalismo; y los gritos y sombrerazos de sus reconcomios mutuos acaban resquebrajando las paredes de las casas vecinas, propiciando que se filtren el odio, la intolerancia y la desconfianza.
Hoy, desde 1987 y más desde 2008, el bloque "triunfador", el capitalismo ha estado resquebrajándose atronadora, lenta y dolorosamente, en un estado de locura, de enajenación depredadora que lo hace irreconocible hasta para sí mismo. Habemos quienes lo notamos y sufrimos con claridad y hay quienes, como en la historia socialista, se empeñan en negar la realidad. El capitalismo es ya como el rey aquel del cuento, que se pavonea por aquí y allá vestido con sus reales ropas invisibles, sosteniendo un orbe desgastado, un cetro torcido y una corona de papel periódico.
Pero ahora nos preguntamos quién o quiénes serán los Gorbachov, los Yeltsin, los Reagan, los Juan Pablo II que posibiliten con su astucia y arrojo que el maquillaje del capitalismo desvele su verdadero rostro. Y no hay a diestra ni siniestra uno que esté dispuesto. O mejor dicho, solo encontramos maquillistas. Porque eso es lo que pasa con el capitalismo cuya faz cambia de máscaras como el seductor que se esconde entre la trupé carnavalesca. No usa maquillaje. Anda a cara limpia, solo ocultando eventualmente el marco de su mirada con la que ha penetrado y conquistado a la inquieta y siempre adolescente Lolita democracia, con la que vive un amasiato parlamentarista que ya va cumpliendo 26 siglos.
Fidel Castro ejerciendo su derecho al voto, 2015 |
Pero no hay democracia que aguante una relación no solo larga sino demasiado violenta, injusta, inequitativa, aunque tolere cierta inquina necesaria. Y ahí está el ejemplo del flirteo entre Estados Unidos y la solitaria Cuba post fidelista, aunque todavía castrista.
En estos días, es ahora la democracia la que está experimentando una crisis de autodefinición. Mientras el capitalismo se regodea con su necedad, su pareja, la democracia, ya lleva rato poniendo en duda su lucidez, su decadencia le parece más que evidente y empieza a pensar con seriedad si es posible reformarlo o divorciarse de él para abrazar la soltería y repartirse como gata salvaje y autónoma entre sus múltiples propiedades departamentales donde puede cohabitar con la nostalgia, con la anarquía, con los sueños futuristas, siendo muchedumbre entre la muchedumbre. ¿O será que en algún lado de la imaginación existe de veras el príncipe azul con el cual pueda vivir eternamente feliz; existirá ese señor de apellido socialdemocracia o también es leyenda cantada por un juglar de origen teutón?
En esta historia, la bella democracia ha encontrado sin embargo un reducto, un lugar donde se siente a sus anchas y no es la casa de los siete enanos ni la del Tío Tom. Pero el absorbente capitalismo la acosa hasta en ese espacio, la vigila a distancia en los reflejos del mágico espejo adulador de su estupidez. Internet y las redes sociales ya no son tan libres ni tan seguras. Cada signo, cada meme, cada silencio, cada efeméride y aforismo, las caras de todos nosotros empiezan a dejar de pertenecer a nuestro cuerpo, a nuestra personal y única identidad al momento de quedar subsumidas en un mundo virtual donde el tiempo es la moneda de cambio capaz de competir con el petróleo y el agua; donde la individualidad pasa por el tamiz de la razón de ser o no ser.
Ahí, las voces múltiples y multiplicadas de la democracia ya empiezan a poner en tela de juicio su pertinencia, porque la identifican como la meretriz de los individuos e instituciones que han visto en la política el mejor modo de disfrazar al capitalismo rampante, voraz, interesado.
Y pensar que es el menos malos de los sistemas político-económicos que nos hemos inventado.
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