Por una discriminación sin adjetivos
Lo curioso es que quienes más señalamientos hacen al respecto ni siquiera pertenecen a dichas minorías, a no ser de manera tangencial, como solidarios simpatizantes más preocupados por lavar sus culpas que por en verdad incidir en un cambio cultural. Mujeres que no quiere ser llamadas putas se aferran a la idea de que las putas no quieren ser llamadas sino con horrendos eufemismos recosidos como "sexo servidoras". Y sí, las hay, pero son las menos al menos en mi experiencia pues cuando las he entrevistado me han expresado que a querer o no "detrás de toda mujer hay una puta esperando ser bien cogida y detrás de toda puta hay una mujer esperando ser bien amada". Pero esto es solo un ejemplo que hasta me ha servido para dar voz a un personaje de una novela que vengo escribiendo paso a paso.
En México, entre marzo y abril de 2013, la Suprema Corte de Justicia de la Nación sentenció que ciertas palabras resultaban homófobas y por lo tanto su uso en detrimento de otra persona serían motivo de difamación, discriminación y de causa punitiva. Dicha resolución ocasionó en muchos, yo entre ellos, una profunda indignación como dejé anotado en varios artículos aquí mismo:
Luego, con motivo del Mundial de Fútbol de 2014, la susceptibilidad de algunos se sintió trastocada ante el grito tribal de la porra mexicana de ¡puuuuto! dirigida al portero contrario con la estricta finalidad —como suele suceder con las barras de seguidores y fanáticos— de introducir en el ambiente un elemento intimidatorio.
Pero, retomando el tema, no está demás enfatizar que de ninguna manera esta indignación y estos textos míos se basan en o se inclinan hacia una apología de la marginación, del acto deleznable de segregar a otro por su condición de pertenecer a cierta minoría (o incluso a cierta mayoría, que también ocurre), aun cuando sí implica el acto natural de discriminar en tanto proceso cognitivo.
En todo caso mi postura es de apelar al buen juicio en el uso, que no en el abuso, de las palabras en general y de las palabras que, siendo adjetivos, tienen como función describir uno o más aspectos característicos sea por natura, vocación, oficio, profesión o percepción de las cosas, las situaciones y las personas.
Como he dicho muchas veces, las palabras no saben de maldad o bondad, son solo eso, palabras, recursos lingüísticos que sintetizan el conocimiento que nos hacemos de las cosas en rededor nuestro y nos permiten distinguirlas en el cúmulo de estímulos a que es sujeta nuestra capacidad cognitiva. Juzgar el uso o el abuso de una palabra, en particular de los adjetivos, so pena de estar propensa a un presumible prejuicio no resuelve ni de lejos el problema de fondo que es actitudinal y cultural, por lo tanto axiológico.
La persona que usa determinada palabra para referirse a otra puede hacerlo con toda mala intención o con todo buen propósito, empleando cabalmente el significado denotativo o apelando a las connotaciones que acompañan al vocablo.
La ofensa descansa ahí, en el propósito de parte del hablante, en la causa que le motiva a la expresión y han de ser probadas con suficiencia la malicia, alevosía, premeditación y ventaja en el discurso y sus razones, en el acto expresivo, lejos de toda sospecha. Pero también, la ofensa, en más de las veces, se apoya en la interpretación que el sujeto calificado de cierto modo hace tanto de la palabra como de la intención y del contexto en que se le adjetiva, por lo que también de ese lado pueden tergiversarse los sentidos de esas mismas malicia, alevosía, premeditación y ventaja en los actos de atender y comprender lo expresado. A fin de cuentas cada quien ve lo que quiere ver, lo evidente, a despecho de las pruebas en pro o en contra de algo. No por fuerza una palabra altisonante causa un efecto contundente. El modo de hablar, el tono, los matices, pausas y contexto pueden ser acusativos. La palabra en sí misma, por muy "llena" de significado que la consideremos, depende de todo un conjunto de adiciones metalingüísticas cuya finalidad es restingir, delimitar la interpretación para precisarla.
Tiempo atrás los gallegos ya habían expresado su incomodidad frente a las bromas y chistes que los toman como personajes torpes, tontos y a partir de los cuales se "permite" ejemplificar la gracia y simpatía de la estupidez. En México los yucatecos no han reaccionado de la misma manera, como sí los indígenas, y no se diga los campechanos, que ni por aludidos se aparecen. Y ni hablar de las mujeres, los gordos, los tartamudos, las putas, los negros, los feos, los locos, los judíos, los árabes confundidos con los turcos, y esas personas a quienes se puede "engañar como a chinos"... La lista de vilipendiados posibles es tan larga como la población humana misma.
Como decimos en México, pendejos y cabrones hay en todos lados; lo somos todos, sólo que nos hacemos pendejos para que no nos jodan los cabrones. Nadie está exento de ser motivo de alguna forma de estigma infligida por el parecer de los demás en su estricto derecho a percibir al otro como mejor pueda y con la responsabilidad conducente.
Fincar en las palabras y lo que de ellas deriva como formas de expresión, tanto para el entretenimiento como para el trato cotidiano, en el ámbito de los medios de comunicación así como en la escuela, la calle o la casa es tanto como hacerse el hara kiri cortando el gañote en vez del bajo vientre; es decir, errar la dirección, lugar y sentido de lo que se debe cortar para propiciar el cambio, la transición. Es, a querer o no, un atentado a la libertad de expresión y más, un atentado a la cultura misma de la cual el lenguaje es pilar fundamental, aquí como en China. Ahora bien, también es cierto que el lenguaje, como sistema dinámico, se encuentra en constante evolución y su fortaleza radica en la capacidad adaptativa de los hablantes. Un caso muy revelador de lo que aquí apunto es el "experimento" hecho por la Fundación del Secretariado Gitano, en Andalucía, España y que pone a un conjunto de niños a "examinar" las acepciones que de gitano se han recogido en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua:
Si bien por una parte el señalamiento de la Fundación es a que sea erradicado o por lo menos corregido o atenuado un significado connotativo asociado a gitano: "trapacero", por considerar que no "retrata" a la mayoría de la comunidad gitana y por ello resulta injusta, prejuiciosa, por otra parte la misma fundación pasa por alto el contexto que dio origen a dicha forma de significado. ¡Tendría entonces que editarse toda la literatura, todo artículo periodístico anterior al día de hoy y que pudiera haber empleado dicha palabra con tal sesgo semántico! Porque no creo que quedaran del todo a gusto sin hacer un borrón y cuenta nueva. ¿Cómo entenderíamos entonces a los gitanos piratas que hicieron posible la venganza del Conde de Montecristo en la novela del mismo nombre? ¿Qué sería de Cuasimodo, el jorobado de Notre Dame, sin el encanto gitano de los ojos verdes de Esmeralda? ¿Estamos en derecho de borrar de un plumazo las descripciones de Víctor Hugo, de Bram Stocker, y un sinnúmero de creadores que han tomado el valor negativo, peyorativo de la palabra gitano para dar vida a sus personajes y desde ahí darles también un valor positivo, constructivo? Si se borra tal acepción del diccionario, ¿cómo leerán las futuras generaciones esos hoy llamados clásicos? ¿Cómo empatar entonces al gitano estereotípico con el gitano en las mentes reformadas de estas nuevas generaciones? Si no puedo utilizar la palabra "puñal" como sinécdoque de homosexual o "maricón" para referir al amanerado y me veo forzado a hacer señalamientos directos, ¿me vuelvo menos ofensivo, heriría menos la susceptibilidad del aludido?
Muchas de esas formas adjetivales surgieron precisamente de una manera distorsionada y simulada de respeto, cuando no de temor a ofender y herir, sin caer en eufemismos forzados como los que modernamente se dan para referir a los senectos y ancianos como "adultos mayores" o a todos los de alguna manera inválidos como "discapacitados". ¡Tenemos tanto miedo de las palabras! Quizá más que a los puñales de metal que zanjan las entrañas. Tan débil y vulnerable es nuestra psique, nuestra estructura emocional.
La solución no está en erradicar, en culpar a las palabras, como sí en aclarar sus variados significados y, sobre todo, enseñar la pertinencia del uso de los denotativos así como de los connotativos. Y eso es tanto tarea de la Academia, en sus obras, quizá en menoscabo de la brevedad de las entradas. Y es tarea de los profesores de párbulos, los que, teniendo el diccionario al lado pueden o deberían orientar a los educandos en los usos y abusos de las palabras, sin satanizarlas, sin someterlas a un juicio inquisitorial sobre los valores que el mismo uso, la experiencia social les ha dotado con el paso del tiempo. ¿Y los padres? Su mejor papel formador está en el ejemplo.
Las palabras han de morir solas, naturalmente, y no por decreto, y menos por capricho o por una susceptibilidad herida de parte de aquellos que se sienten ofendidos por el uso que otros hacen de ellas a sabiendas o ingenua e impulsivamente. Porque las palabras encierran ideas y ya sabemos lo que conlleva enjuiciar a las ideas: para unos como Giordano Bruno, la hoguera; para otros como Galileo, la abjuración; para Tomás Moro, perder la cabeza antes que la razón tras la verdad...
Traspolando las propuestas del historiador mexicano Enrique Krauze en su análisis de la democracia mexicana para pensarla como una sin adjetivos, me atrevo ahora a hacer irónicamente lo propio para la discriminación en su estricto ejercicio como proceso cognitivo libre de adjetivos. Las palabras no tienen la culpa. Seguir por este camino obtuso sólo abonará a que mañana ni las bromas nos sepan, y lo que a todas luces es diferente nos resulte, de manera equívoca, indiferente.
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