Las medias naranjas o la manifestación de los abrazos
EN DIVERSAS OCASIONES que he tenido oportunidad de charlar
con funcionarios y autoridades estatales, municipales y federales encargadas de
la seguridad, les he planteado que la relación gobierno-sociedad,
políticos-ciudadanos, policía-pueblo es una semejante a la de una pareja de
novios o esposos que, hoy por hoy, están peleados y a punto del divorcio, mismo
que no puede suceder sin provocar una revolución, y ya se sabe que no siempre
es la mejor respuesta ni garantiza que el que pueda venir luego no sea tan
patán como el primero, o que la que venga sea tan perra como la primera; así
que han optado por soportarse mutuamente, por aquello de las generaciones del
mañana.
La novia se encuentra muy dolida por la falta de atenciones,
los malos tratos, vejaciones, indiferencia, engañifas e infidelidades del
novio. Tiene muchas razones para estar molesta y tener de aquel la peor de las
percepciones, si bien no es una perita en dulce y tiene una larga cola que le
pisen y vaivenes que la hacen impredecible. Se siente la reinita a la que todos
deben pleitesía.
El novio, por su parte, también está herido en su orgullo y,
llevado por un machismo absurdo, ha preferido comportarse de modo atrabiliario
e intransigente, cuando no tramposo, grosero, mañoso. Se siente la base del
mundo, el protector, pero ni protege ni sostiene.
De los dos no se hace uno. De pronto se arrepienten. Uno
busca congraciarse con el otro, pero siempre la riegan por tal o cual motivo, o
porque se pasa de meloso o porque carece de tacto o el tacto es de pulpo. Uno y
otra se la viven en un violento juego de vanidades en el que ninguno está
dispuesto a ceder haga lo que haga la contraparte. En esa tozudez supina jamás
consiguen acordar algo, nada les parece del otro, viven con suspicacia
paranoica a veces convertida en ambición mezquina deseosa de aniquilar al “contrincante”.
Cada cual ve al otro como el villano favorito. La novia se llama a víctima y, a
él, lo tacha de cruel torturador y abusivo. El novio se llama incomprendido y a
ella la califica de rebelde, entremetida.
He escrito aquí sobre las diversas, numerosas
manifestaciones de la novia-ciudadanía reclamando atención, cuidados, seguridad
económica y en su salud al novio. Ella grita, patalea, para el tránsito,
organiza marchas, plantones, huelgas de hambre y él hace como que la escucha,
toma notas que mañana olvida o las deja por ahí en la esperanza de que otro más
paciente o marrullero agarre la estafeta, ya para dar una solución provisional
o hacerle al loco y dar atole con el dedo.
Ninguno se compromete de veras. Ella chantajea; él amenaza,
reprime. Ella llora su dolor, sus pérdidas, se rasga las vestiduras y, en el
extremo de su odio y su ignorancia, es capaz de linchar; él da unas pocas
palmadas frías, paliativos. Ella le dice sentirse decepcionada del modo como se
ha corrompido su amor. Él revira que ella no propone soluciones. Ella,
desesperada, impotente salvo cuando se junta con más como ella, lo acusa de ser
la causa de su temperamento violento, amargo, de su desilusión. Él promete
tanto y cumple tan poco, ella goza tanto y entrega tan poco. Cuando ella tiene
ganas, él se muestra ocupado en resolver las dificultades mayúsculas. Cuando él
tiene ganas, ella alega dolor de cabeza o fastidio.
Lo dije tiempo atrás, México necesita un tanatólogo. El
duelo que sigue a toda pérdida —y toda forma de separación entre amantes es una
manera de perder algo que se tiene: autoestima, valor, respeto, etc.— es
un hito, el punto de partida de la iniciación para ser humano. México y los
mexicanos necesitamos aprender a morir, para aprender a vivir. Porque cada día
que vivimos morimos un poco. Saber vivir pasa por saber morir.
Desafortunadamente la inseguridad que hoy nos tiene temerosos, hastiados y
dolidos nos ha dado duras lecciones sobre la muerte, pero no sobre la vida. Y
cuando la fe en lo que sea nos pone ante la lección de vida, sólo pensamos en
la revancha mortal.
En el municipio donde habito, Naucalpan, el exalcalde hoy
preso, David Sánchez Guevara, en el afán de cambiar la percepción que la novia,
que es la sociedad, tiene respecto del novio, que son el gobierno, la policía,
instruyó que los policías se acercaran a los ciudadanos, dispuestos,
sonrientes, amables y hasta se tomaran
fotografías con los vecinos como una muestra de proximidad. Ello se prestó,
también, a la tentación para extorsionar de parte de los palurdos dotados de
poder. No todo fue miel sobre hojuelas, pero tampoco la estancia previa al
infierno.
Entonces se acuñó la idea, adaptada de esfuerzos anteriores
aplicados a médicos, enfermeras y
burócratas, de hacer una “policía próxima a la gente”, volver al concepto del “policía
de barrio”, más simpático que empático con los vecinos: como Miguel Inclán en Salón
México, Cantinflas en El gendarme desconocido o Joaquín
Pardavé en Gendarme de punto: “aquí
el 40, siempre vigilando; o ¿qué, pasó algo sin que yo me diera cuenta?”. Idea,
por cierto, muy romántica, pero la verdad tampoco muy halagüeña sobre todo
cuando uno mira en la historia las condiciones paupérrimas en que vivían y la “respetuosa
discriminación” de que eran objeto los policías de barrio, una especie de
eslabón perdido entre el sereno, el velador y el cuico de crucero.
Semejante idea ha llevado ahora a hacer un experimento
social más allá, en el mismo municipio, en el interés de conseguir esa
proximidad. Es como si el novio llegara ante la novia cargado de chocolates, con
flores y serenata para reconquistarla, porque dice o cree amarla todavía con la
misma intención e intensidad. Así que a algún mando operativo o administrativo
se le ocurrió poner a los elementos policiacos a ofrecer —como en kermés— charla
y abrazos a la población, en pleno centro de Naucalpan.
La manifestación de los abrazos, por contraste con las
manifestaciones multitudinarias de vecinos marchando por calles, avenidas y
haciendo plantones en Las Torres de Satélite, por ejemplo, suena bien.
Por lo menos cada una de las partes empieza a dar pasos
adelante en el intento de la reconciliación, a sabiendas de que no hay juez de
por medio ni manera de agendar juntas de avenencia y un divorcio implicaría una
ruptura, más que del cuerpo y el alma, de la economía, de la política, de la
credibilidad, de la soberanía.
Pero, ¿qué pasa? Que la novia, haciéndose la digna, se burla
del policía, lo tilda de ridículo, señala a los mandos por atreverse a rayar en
la desvergüenza, a hincarse para suplicarle. Sí, quiere la súplica, eso la
envanece, pero ni ese modo ni ninguno otro la complace. Lo ridiculiza y
hostiga, pasa de ser la víctima a ser la victimaria. Litiga en los medios,
chismorrea en las redes sociales lanzándole vituperios, golpes bajos y si él se
atreve a defenderse, arremete de nuevo haciéndose la sufrida. ¡Represión!,
grita ofendida. Entonces ella cambia la estrategia y lo busca y le platica y lo
seduce y lo invita a sumar esfuerzos, a trabajar juntos por mejores condiciones
para ambos. Y los papeles se invierten, él se queja de ser señalado injusta,
parcialmente. Tal video en que se lo retrató descontextualiza los hechos y
tergiversa su imagen a ojos de los demás, ella manipula la información. En fin,
ninguno se cree el villano, pero actúa como tal respecto del otro, argumentando
autodefensa de los derechos humanos.
¡Caray! En alguien tiene que caber la cordura, dar el paso
hacia poner entre paréntesis un entendimiento de veras, con tolerancia,
asumiendo las responsabilidades propias, pues de lo contrario seguiremos siendo
medias naranjas en busca del complemento; dueños, cada cual, de su razón, pero
carentes de finalidad común.
El día que estemos los ciudadanos a ver a los policías, para
empezar —a los buenos policías, por supuesto, que no son la excepción— como
nuestros iguales, tan humanos y falibles, tan necesitados de afecto, reconocimiento
y atención como nosotros, entonces empezaremos a redefinir la relación. La
clave está en tomar la iniciativa y no esperar a que el otro dé el primer paso;
y menos en los términos caprichosos y egoístas que, uno u otro, hayamos podido
imaginar.
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