Injusticia por propia mano
ERA DE LA OPINIÓN… de que la civilización es una de las
mejores cosas que ha hecho el hombre y, siguiendo a Rousseau, que el hombre es
el buen salvaje. Pero quizás el optimismo rousseauniano se queda corto en la
superficie y, sin salir de la misma idea filosófica, lo más determinante de la
misma sea que la civilización, como subproducto cultural que justifica la necesidad
humana de asociarse y de reunirse en formas racionales de convivencia, más que
ser “la persuasión de la victoria sobre la fuerza” —como diría Platón— viene
siendo aquella forma de relación que, en vez de suprimir la barbarie, la
perfeccionó y la hizo más cruel.
Sí, el final del párrafo me coloca más en el lado de
Voltaire, acérrimo crítico de Rousseau, aun cuando la Fundación Rousseau hoy
tiene su sede justo en la casa de aquel.
Esta reflexión o meditación antropológica surge en mí por enésima
vez luego de leer cierta noticia acerca de cómo un ciudadano asesinó a otro. El
hecho en sí no tiene nada de particular fuera de lo reprobable y grave que es
siempre que uno mate a otro. Pero siguen existiendo en nuestras sociedades
resabios de antiguas creencias y ordenamientos como la Ley del Talión, el Código
Hammurabi, etc., que prohíjan el rencor, promueven el odio y anclan la paranoia.
Decía Sigmund Freud que “el primer ser humano que insultó a
su enemigo, en vez de tirarle una piedra, fue el fundador de la civilización”.
Y hay mucho de cierto en ello.
En estos tiempos cuando la piel de unos y otros se muestra sumamente
sensible y delgada frente al insulto y ocasiona reacciones virulentas, muestras
de indignación tan grosera como el mismo insulto que la provoca, los seres
humanos hemos desarrollado una paranoia, un delirio de persecución que se
complica con un complejo del héroe envalentonado, iracundo.
La noticia que me mueve a estas líneas expone cómo un hombre
mató a otro que pretendía robarle su vehículo. Lo hizo en un arranque por
defender su propiedad, falso y estúpido heroísmo anclado en la injustificada
indignación por no ceder ante la sola idea de perder lo poseído.
El afán de tener por tener, o dicho de otra forma y para retomar
a Erich Fromm, de tener para ser, en vez de ser para tener nos ha llevado a
construir una civilización cuya apuesta por lo material es lo que la sostiene.
Mientras por una parte nos maravillan los alcances espirituales de las obras
humanas, en el día a día lo que nos define solo es el límite material de
nuestras posibilidades. Así de contradictorios y cortos de miras podemos ser.
Saber que un individuo fallece o se autoinmola por causa de
sus ideas, sus creencias, como hacen los seguidores de ISIS, nos produce
horror, incomprensión. Pero tan grave y extremo es morir por fanatismo
religioso, como por un fanatismo que suponemos más ligero, respetable y digno
de disculpa como es la defensa de la posesión material aun a costa de la propia
vida o de terceros.
También, en los tiempos recientes es común escuchar en
aquellos que se llenan la boca con prodigios, con vana misericordia, decir de
frente al flagelo de la delincuencia y el crimen organizado: “somos más los
buenos”, en un llamado a reaccionar en contra y poner a raya al villano. Pero
no es esto sino una vil falacia, sutil motivo que increpa con inquina a actuar
en consecuencia equiparada. No invita, es cierto, a tomar las armas o a hacer
justicia por propia mano ante la ineptitud de las autoridades, la desesperación
popular, sino es una falacia sobre la que ya Lope de Vega en su Fuenteovejuna
nos advertía: “Cuando se alteran los pueblos agraviados, y resuelven, nunca sin
sangre o sin venganza vuelven”. Y, en ese justificar la violencia grupal, la
indignación social, se toma por verdad indiscutible y fanatismo disfrazado de
derecho que es perfectamente aceptado “morir, o dar la muerte a los tiranos,
pues somos muchos, y ellos poca gente”.
En esa igualación civilizada, la estupidez es la que al fin
termina cobrando la verdad tras los hechos, guste o no a los perpetradores y a
quienes detrás suyo los aplauden, los permiten, los impulsan.
En esa noticia, una de tantas que ni caso tiene especificar,
la idea popular de que “ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón” adquiere
peso y se extiende a “matón que mata a matón tiene valor de valentón”.
Qué pena por ambos. Así por el ladrón asesinado por su víctima.
Así también por el individuo que de tan sangrienta manera impidió el asalto.
Por muy torcida que esté, toda vida es valiosa. Es muy grave que los ciudadanos
en su desesperación, en unos casos, o en su valentía exacerbada (resabio de
machismo), en otros, caigan en situaciones donde el heroísmo, así sea atenuado
por el argumento de la “legítima defensa”, deriva en tragedias más lamentables.
Pues lo peor que uno puede hacer es convertirse de víctima en victimario.
Comprendo la indignación de la gente ante los abusos de los
malhechores de toda índole (incluyo a las autoridades y los funcionarios
corruptos), pero nada se gana y mucho se pierde andando en el filo de la navaja
por causa de temperamento, de poca inteligencia, de obnubilación causada por el
miedo o por el odio, el resentimiento o el ánimo justiciero derivado de una
avaricia contumaz.
Sí, sé que más de uno me señalará ahora por lo que digo, que
es más fácil decir cosas así que estar en los zapatos de quien sufre a manos de
la delincuencia. Y tendrán mucha razón en sus siguientes diatribas, exordios,
mentadas de madre o quizá en retirarme la palabra y su deferencia para con mis Indicios
Metropolitanos. Pero las leyes son las leyes, chuecas o derechas, y el
mejor pueblo no es el que vive regodeándose en el rencor y ajusticiando a su
leal saber y entender, sino el que hace todo lo que está en su mano para que el
gobierno elegido por sí, emanado de sus filas (ni funcionarios, ni policías, ni
autoridades, ni políticos, ni narcos, ni nadie es oriundo de otro planeta y
otro mundo, sino el mismo que nos sostiene y define) se ajuste al derecho.
Hablamos, leemos y escuchamos que no hay un estado de
derecho en México, viendo noticias como esta, uno puede explicarse por qué.
Adjunto también una noticia de dos años atrás por estar a
tono de lo que aquí, ahora, he venido meditando.
Añado: tristeza para las familias, una por perder a un
miembro por causa de violencia, el ladrón occiso; la otra porque probablemente,
sin perder a un miembro, conocerá el infierno que sigue a la prisión que es, en
buena medida, una forma social de morir.
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