A brinquitos
ESCUCHAR EL SONIDO
de una máquina de escribir estimula la creatividad de quienes crecimos con ese
aparato maravilloso; al menos esa es mi impresión. Trae consigo una sensación
comparable, toda proporción guardada, con la del tacto de los dedos envolviendo
la pluma o el lápiz, y la manera como a través de ese instrumento se percibe la
leve rasgadura del papel al momento de grabar en su superficie el signo capaz
de deletrear nuestro pensamiento o sentir. La vibración, la dura presión de la
tecla sobre el rodillo lo hace imaginarse a uno escultor lapidario que, con la
sutileza del cincel más fino, va marcando en la frialdad pétrea de la vida un
instante retratado en la forma de un gesto, una expresión. La campanilla del
retorno es un aviso de que se ha conseguido trazar más que una línea, un camino
adicional en la conformación de las ideas. Es el final de un párrafo, un respiro,
una vuelta en el camino. El sonido combinado del rodillo y el papel entrando o
saliendo de él, lo primero con cuidado, lo segundo con el vigor de la
satisfacción de la página terminada y la historia avanzada, es equivalente a
los avisos que anteceden al orgasmo verborreico.
Por qué digo esto,
pues por la simple razón de que, por nueva vez, añorando aquellos tiempos
cuando me inicié en la escritura creativa a los nueve años de edad, sentado en
uno de los escritorios de la fábrica y agencia de publicidad exterior de mi
padre, Outdoor S.A., he instalado un programa en mi laptop, como otrora en otro
equipo de mesa, que permite tener el efecto del teclado de la máquina de escribir
(mecánica o eléctrica) de antaño. No es que desprecie el sonido del teclado de
la computadora. Es adorable también en su casi silencioso murmullo, como
pasitos de escoba que se desliza por los rincones de la noche. Pero la
nostalgia es algo que además acompaña a las palabras, es parte integral de todo
signo. Y atender el tic-tic es una manera de medir, de cronometrar el ritmo del
pensamiento, la fuerza de la emoción.
Desafortunadamente,
aun cuando el sonido es casi idéntico, faltan los demás elementos manuales del
aparato: la palanca de regreso, el rodillo, la cinta entintada, el corrector,
el escuche, el peso, el diseño, los colores, para hacer más creíble el viaje en
el tiempo.
Para quien escribe
ficción o poesía, como es mi caso, además de otras formas de texto como los que
pueden encontrarse en mis ensayos, artículos de opinión, crónicas, reportajes y
notas, aun pareciendo fascinante no deja de resultar el efecto un poco hueco,
vacuo, ficticio. Reminiscencia sin más, que ahora, junto con estas palabras
queda solo como un eco imaginario que tú, amigo lector, quizá puedas llevar a
tu mente como un estímulo pasajero, tan personalizado como lo quieras hacer. Pues
de poco vale que te diga que el sonido es semejante al de mi vieja Olivetti, o
más parecido a las primeras máquinas electrónicas con memoria, como aquella Smith-Corona
de grata remembranza; máxime si eres de la generación de lectores que ya ni
siquiera conocieron ese instrumento como otros hechos para facilitar la
comunicación en el siglo pasado.
El siglo pasado. No
hace tanto que lo dejamos atrás y, sin embargo, solo pensarlo y caer en cuenta
que a mi no tan lozana ni todavía siquiera senecta edad ya me sé hombre de un
siglo anterior me resulta chocante, deprimente, fascinante. No creo que a la
gente de siglos anteriores al XVIII les haya sucedido esta confusión
sentimental e intelectual. Porque los avances tecnológicos, el crecimiento de
la sociedad en muchos aspectos entre la segunda mitad del siglo XIX y la
totalidad del XX y los apenas tres lustros que llevamos del actual XXI son en
buena medida los causantes de la conmoción que experimentamos. Estamos
envueltos en una vorágine de desarrollo que no nos permite detenernos a pensar
en el pasado y, si a eso sumamos las atrocidades cometidas en esos mismos periodos,
la sensación que queda es de azoro y temor frente a la promesa del mañana. Aun
con todo, en muchos asuntos seguimos siendo decimonónicos queriendo significarnos
como si renacentistas, cuando incluso respecto de ciertos temas más parecemos
extraídos del medioevo.
Vuelvo la vista al
ropero y no puedo más que sentir melancolía, viendo mis maquinas portátiles
escolares, la Olivetti Lettera, metálica, roja, donde escribí muchos de mis
trabajos desde la preparatoria hasta la universidad; la eléctrica Smith-Corona,
de las últimas que se hicieron en tiempos de las primeras computadoras
personales, dinosaurio de los noventas del siglo XX que cerró recientemente un
capítulo con el fallecimiento hace unos días del último líder con toda la
barba, Fidel Castro Ruz. En esa máquina comencé a escribir mi tesis de
licenciatura, hasta que la reemplazó en el escritorio mi primera computadora
personal, una Elektra de Printaform (copia de la Vectra de IBM), completada con
mi primera impresora de punto Star (lo más cercano a la máquina viejita).
Vaya, que me picó
el mosco de la añoranza. Será cosa del invierno, del frío que. a mí, por
razones personales e íntimas, ya me cala hasta lo hondo. No lo sé. Sí sé, en
cambio, que en esta soledad debía escribir algo como esto, no porque pudiera
ser útil de manera pragmática a algún lector, no para informar ni para opinar;
acaso para entretener, y es que ya se sabe, como bien planteó Alfonso Reyes,
hay dos clases de literatura, la ancilar y la que satisface los pruritos del
alma. A veces van de la mano; a veces parecen ser de familias aparte.
Llama mi atención
una peculiaridad sociológica. Puedo estar equivocado, pero parecería haber una
coincidencia temporal entre el momento cuando comenzó a desaparecer la máquina
de escribir y cuando empezó a volverse práctica común el tatuaje entre las
nuevas generaciones.
Me pregunto si el
tatuaje, con toda su carga expresiva y cultural, no es para la sociedad moderna
una carnal sustitución de los libros y los diarios, los que han pasado a la
forma más digital y electrónica. Es como si nos empecináramos en imprimir algo,
así sea la propia piel, no como una regresión al ánimo tribal, sino como una
respuesta suspirante a falta de ese punzón que moldeaba en otra piel, tan
delgada como el grueso de una hoja o tan gruesa como una novela de mil páginas.
Folio tras folio
van sumándose los sueños en el mundo que va creando el escritor. Foja tras foja
va construyéndose la justicia en los tribunales y los despachos de abogados,
donde los mamotretos, de tan bien alimentados, apenas pueden con su volumen de
deberes y derechos. Y así con otros quehaceres, el expediente médico reposa
entre las consideraciones clínicas.
Solo un género
parece haber sido relegado al mismo rincón que la pluma y la máquina de
escribir: el epistolar. Aun cuando tenemos hoy sus versiones más actuales en el
correo electrónico, las redes sociales y las aplicaciones de celular, el
mensaje personal, el recado, la carta que podía ser un informe detallado, crónica
de un viaje o diario de los sentires más íntimos, casi nadie lo practica o,
cuando lo hace es con una gramática distinta, con caracteres cuya capacidad
sintética obliga a un nuevo alfabetismo. Así, emoticones, memes, clips, archivos
adjuntos hacen con la comunicación moderna algo más visual, menos acústico de
lo que hacía la máquina de escribir. O sea, si antes escuchábamos, hoy
parecemos sordos; cuando antes mirábamos y observábamos tratando de sacar de
las entrelíneas las causas y los efectos del decir, hoy apenas vemos lo que la
superficie de las cosas nos ofrece en una visión limitada a las fronteras de la
pantalla.
Puedo parecer
redundante porque ya
he abordado parte de este tema con anterioridad. Sin embargo, también vale
la pena insistir, porque con la tecnología también llegan bondades, como por
ejemplo la posibilidad de hacer del texto algo superior en sus alcances, los
que no tenía ni tiene a no ser virtualmente en el papel y todo por la ventaja
que ofrece la programación cibernética e informática.
Introducir,
combinar, intercalar referencias bibliográficas y documentales ya sea al final
de un documento o en la forma de hipervínculos propios del hipertexto son datos
y variantes, extensiones que no se podían hacer con la máquina de escribir. Hay,
pues, en todo esto, formas distintas de pensar y acomodar las ideas aun cuando
en esencia el proceso y el procedimiento parezca el mismo: colocar letra tras
letra, palabra tras palabra, en una retahíla de líneas componiendo una trama de
argumentos con los que se pretende describir y narrar, explicar algo a la mente
de quien los atiende. El hecho solo de poder borrar lo dicho con solo pulsar
unas teclas, sin tachaduras, es una estética manera de enmendar y remendar la
estupidez, sin que ello signifique —vana trampa sería lo contrario— eliminarla
por completo, pues errar es, sin duda, lo más humano entre lo humano.
No obstante, de vez
en cuando vuelvo a la pluma; si es fuente, preferible. Y como no puedo volver a
la máquina de escribir he de conformarme con estos clics y clacs que hace del
clicar un verdadero ejercicio espiritual.
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