La discriminación no discrimina

septiembre 02, 2016 Santoñito Anacoreta 0 Comments

Foto: Página Facebook de Gerardo Ortiz
A MEDIADOS DE AGOSTO de 2016, en medio de las Olimpiadas en Río de Janeiro —razón por la que no causó mayor revuelo en medios—, el ahora controvertido cantante de música de banda, Gerardo Ortiz, lanzó una imagen preliminar de lo que podría ser la portada de su próximo álbum Comeré callado en la que se ve su retrato con un candado cerrando su boca. Esto, días luego que el juez segundo en materia penal, en Guadalajara, Jalisco, dictara auto de formal prisión contra el artista bajo la acusación del presumible “apología del delito” (TORRES, 2016). La difusión principal la efectuó en la red de Facebook. Los pocos comentarios hechos por sus seguidores advertían de probables represalias gubernamentales sobre la icónica denuncia sobre la censura experimentada.

Como informé en mis Indicios Metropolitanos, meses atrás, en marzo, este cantante se vio envuelvo en una vorágine que, de polémica, pasó demasiado pronto al linchamiento, así en medios como en redes sociales y hasta en el mismo Congreso y ni qué decir de la franca persecución judicial.

El hecho me dio pie para introducir el tema de la intolerancia que ya venía barruntando en mi ensayo Infernal hermosura del que este texto forma ya parte aunque con otros párrafos e ideas y que detonara el caso de Kate del Castillo y su encuentro con el narcotraficante “El Chapo” Guzmán.

El ensayo próximo a publicar, a la fecha, se acerca a las 200 páginas, y abarca varios casos de intolerancia fincada en la opinioncracia y analiza el papel que los medios han jugado en promover el odio más que la comprensión de un hecho para colocarlo en su justa dimensión y sobre todo para restar la importancia de la opinión razonada frente a los desatinos de los crédulos impulsos de la fe. Y eso es justo lo que he criticado al acuñar y tratar el tema de la opinioncracia (VEGA Torres J. , "Cuando la opinioncracia nos alcanzó", 2010) sobre lo que José Luis Macías escribió:
No son pocas las personas que conciben que la capacidad de emitir una opinión, erróneamente apellidada “intelectual”, es una condición exclusiva de pocos, un elemento diferenciador dentro de una sociedad que entonces, desde su concepción, distingue a la población entre intelectuales y no intelectuales. 
Con comodidad, a menudo todos formulamos opiniones que no encuentran mayor soporte que la emocionalidad y el apasionamiento, alejando por completo los principios básicos de la racionalidad y escudados en esta inquietante percepción colectiva de que los que opinan con uso de razón serán los expertos, los académicos o los “intelectuales”; pero, nosotros, como no tenemos esa condición, podemos entonces opinar soportados únicamente en la mera intuición sin encontrar ninguna obligación de fundamentar nuestras ideas. Nada más aterrador para una sociedad, déjeme le cuento mis razones: 
La democracia colocó a la libertad de pensamiento como elemento esencial y cimiento de su estructura, por ende, reconoció entonces que la pluralidad de opiniones, el choque constante de las ideas y las pugnas interminables de los razonamientos, serán la condición sine qua non de su sistema. Por ello, el conflicto intelectual es un objetivo de la democracia, porque solo mediante él garantizaremos nuestro perfeccionamiento, la pelea de los pensamientos es la solución para nuestro progreso. 
Partiendo de lo anterior, las opiniones que se produzcan dentro de una democracia, producto de la libertad de las ideas, constituyen elementos que afectarán a nuestro presente y representan los caminos conductores que trazarán nuestro futuro. En otras palabras, las opiniones que los integrantes de una sociedad en un momento determinado emiten, inciden directamente en el destino de la colectividad. 
Cuando se pensó que la democracia era la mejor manera de vivir se partió del supuesto de que todos los participantes, mediante sus actuaciones y opiniones, tomarían las mejores decisiones para todos, sin embargo, ya en la realidad, no es pequeño el espejismo comodino que algunos integrantes de una sociedad han creado para excusarse de la responsabilidad ineludible de transformar a las simples opiniones en estructuradas convicciones, entendiendo a las segundas como la opinión, pero razonada  (MACÍAS, 2015).
Así, entre las líneas de mi ensayo sobre el cual este apunte apenas esboza una reseña, lo mismo han cabido los casos ya mencionados tanto como las discusiones en torno a la tesis de licenciatura del presidente Enrique Peña Nieto, los discursos incendiarios de Donald Trump y otros temas relacionados aun cuando no lo parezcan, como lo ocurrido alrededor de la muerte de “El Divo de México” Juan Gabriel.

El rostro de la intolerancia va cobrando más y más forma en nuestro país y eso resulta muy preocupante, sobre todo porque es una intolerancia disfrazada de legalidad, de censura velada tras el discurso de lo considerado políticamente correcto que, so pena de lastimar susceptibilidades a flor de piel, opta por imponerse como imperativo moral sobre un derecho fundamental como lo es de la expresión.

Sin menoscabo del resto de los derechos humanos, en especial el de la vida, el de la expresión es quizás el más fundamental de todos desde una perspectiva metafísica; porque es el derecho que nos revela esencialmente humanos y que da significado a lo que del Ser hay en cada uno de nosotros [cf. (NICOL, 1974), (COLLI, 1996)].

(Nota aclaratoria de una vez por todas: Las referencias incluidas en este como en otros fragmentos del ensayo mencionado u otros que el lector pueda encontrar dentro de mis Indicios Metropolitanos, cuando tienen relación directa e inmediata con lo tratado las desgloso en la bibliografía al final del texto. Cuando no aparece tal bibliografía o lista de referencias, es porque estoy dejando invarialemente el apartado para la publicación del ensayo completo en formato de libro electrónico o PDF por fuera de este sitio.)

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